Vivo en un país que invita al desánimo: con un gran desempleo motivado por la falta de buena formación; con una enseñanza alarmante por su pésimo nivel, sin recursos, con más violencia en las aulas que profesores, con acceso a enseñanzas superiores restringido a unos poquitos privilegiados y casi 14 millones de personas analfabetas; con una violencia y criminalidad que hace a la vida no tener valor, donde la droga manda sobre la dictadura del miedo; con un problema de basuras y contaminación que causa enfermedades mortíferas como dengue o malaria; con una salud pública sobresaturada con médicos sólo para los ricos; con falta de saneamiento básico para los más de 11 millones de familias que viven indignamente en favelas, calles o puentes; con problemas medioambientales que causan sequías e inundaciones que provocan más miseria y desnutrición; con discriminaciones raciales y desigualdades sociales que generan contrastes difíciles de creer; con una infancia amenazada por la mortalidad infantil o la prostitución, y una adolescencia con 113 mil embarazos anuales entre 10 y 14 años y 661 mil entre los 15 y 19; y, lo peor de todo, con la indiferencia y el corazón insensible de los pocos que viven bien…

Sin embargo, de golpe, todo eso se olvida y “al tercer día” (realmente en un par de semanas) todo el país habla de un pequeño vídeo. Fue la risa la que consiguió vencer toda esa “muerte” y hacer vivir al país entero un momento de eternidad y resurrección. 20 millones de personas con un acceso directo, 80 millones como publicidad de un Banco en YouTube, y entre la TV y las conversaciones de calle, un país entero del tamaño de Europa que no habla de otra cosa que no sea de “una risa que se contagia”. Una risa que hace a todos elevar el alma, vivir 30 segundos de esperanza y alegría. Una risa que nos ayuda, por un ratito, a entender qué es ser gente resucitada

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