“¡Abridme la puerta de la justicia!”, escuchamos proclamar a nuestro querido Papa Francisco hace unos meses en la Basílica de San Pedro, justo antes de atravesar la Puerta Santa. Y comenzó en ese instante el Jubileo de la Iglesia. Quizá, la fuerza de la imagen del Santo Padre cruzando esta bellísima puerta, que solo abre cada año jubilar, privó de nuestra atención a estas palabras, previamente pronunciadas. Debo confesar que no entendí bien qué significaban. ¿La justicia como exigencia, como necesidad, como interpelación? Y lo que me pareció más importante, ¿cómo deberíamos atravesarla? ¿Qué cambio debo experimentar en mi vida cuando lo haga?

Tras estas reflexiones, me puse manos a la obra. Y descubrí esta oración en el Salmo 118, que nos habla de la misericordia del Señor, de su presencia constante y cercana, de su refugio y su protección. Ya encontré la respuesta. Y releyéndolo, fue entonces cuando me resultó fácil imaginar a todos aquellos peregrinos del pueblo de Israel, mientras iban cantando este salmo avanzando hasta llegar al templo de Jerusalén. Y no se si por la Semana Santa y su cercanía, o porque sigo viviendo mi fe a través de las cofradías, en ese instante lo vi. Sin dudar. A Cristo. Entrando triunfal por la Puerta Dorada de Jerusalén montado en un humilde pollino, para no distanciarse en demasía del hombre, de nuestros miedos, de nuestras miserias, de nuestro destino; alzando su mano y bendiciendo la vida entre palmas y olivos. Lo vi atravesando aquella puerta que le abocaba a su terrible pasión, solo por entregarnos el mensaje de Amor, para que un día también nosotros nos sintamos como sus discípulos.

Ahora comprendo que hoy, al ser peregrinos, atravesamos la Puerta Santa tal y como, entrando en Jerusalén, Él mismo hizo. Y siguiendo sus pasos, lo alcanzamos, porque Él es la puerta y el camino; porque Él es la luz y el acceso al Padre divino. Y porque la justicia es y será siempre la de Cristo.

Fotografía: Simone Risoluti/EFE