El trastorno narcisista parece estar de moda. En las redes sociales abundan las descripciones de este desorden psicológico, así como los consejos para esquivar la toxicidad de quienes sufren esta alteración de la personalidad. Ahora bien, seguramente han sido las propias redes las que lo han alimentado. Tantos likes, corazones o visualizaciones han indigestado a más de un ego poco preparado para la exigua fama cibernética.

Sin embargo, el narcisismo es algo más que una pandemia posmoderna atribuible a las nuevas tecnologías. Los mitos griegos ya se hacían eco de su existencia. Y los ejemplos de los cuentos infantiles, como la bruja de Blancanieves, advierten sobre su carácter pernicioso.

El narcisismo va más allá de las grotescas actitudes de determinados individuos pintorescos. Es un sentimiento que anida en el corazón humano y forma parte de su condición. Implica un repliegue sobre uno mismo que nos hace reacios al amor.
Solo nos realizamos como personas en la medida en que somos capaces de salir de nosotros mismo y entablamos una relación con los demás basada en el amor. Ahora bien, esta fuerza natural que nos empuja a abrirnos tiene que luchar contra un impulso depredador que pretende convertirnos en el centro de cuanto nos rodea, incluidas las otras personas. El narcisista no quiere sentirse amado, aspira a ser admirado. Vive sumergido en un delirio

Y la religión no siempre actúa como antídoto frente a este mal. Por el contrario, en determinados momentos lo acrecienta. Recordemos al fariseo que se jacta de su buena observancia de la Ley (Lc 18, 9-14), o los propios discípulos que discuten para saber quién es el mayor entre ellos (Lc 22, 24; Cf Mt 20, 20-24).

En el fondo subyace la tentación de querer ser como Dios (Gn 3, 5). Un engaño que responde una imagen distorsionada del propio Dios y al rechazo a aceptar la necesidad de sentirnos amados en nuestra vulnerabilidad.

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PastoralSJ
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