Todos tenemos un lugar en el mundo. Sea cual sea nuestra vida. Es la posición en el campo donde nuestros talentos se desarrollan plenamente, donde parece que todo se ordena, donde la vida cobra mayor sentido. A veces llega pronto, y otras tardamos años en darnos cuenta. Los cristianos lo llamamos vocación -porque nos sentimos llamados por Dios a ello en el seno de la Iglesia-, pero no solo es cosa de gente creyente. Es nuestro lugar en el mundo.
Sin embargo, hay una tentación clara: quedarnos solo en nuestro propio lugar, y olvidarnos de todo lo demás. Y de esta forma caemos en el egoísmo del yo, mi, me, conmigo. Y es que esta ubicación se hace teniendo en cuenta el mundo, no lo podemos soslayar. Es decir, que también debemos preguntarnos cómo podemos servir mejor al mundo. O dicho de otro modo, qué puedo hacer yo por el mundo, recordando aquel discurso mítico de Kennedy en Berlín. No olvidemos que el mundo nos necesita y quizás la pregunta debe enriquecerse de esta forma: ¿yo, con mis talentos y mis dones, cómo puedo servir al mundo de la mejor manera posible? ¿Cómo puedo hacerlo más y mejor?
En trigonometría, necesitamos tres puntos para ubicar una posición con precisión, así funcionan los GPS. Para el ser humano esos puntos son la propia persona, Dios y el mundo. De lo contrario es fácil que andemos perdidos o desorientados. O tendremos dirección, pero no sentido. O ni una cosa ni la otra. O sencillamente buscaremos donde no debemos. O daremos vueltas sobre nosotros mismos sin llegar nunca a buen puerto.
Ojalá seamos capaces de encontrar nuestro lugar en el mundo. Ojalá seamos valientes para preguntar a Dios, mientras contemplamos el dolor del mundo, en qué posición debemos jugar. Tan sencillo y a la vez tan complicado como hacernos esta doble pregunta: Señor, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Qué puedo hacer por el mundo?