Puede que a ratos no entendamos que hay momentos en que todo está bien, que hay más razones para dar gracias que para quejarse, que existe también la quietud, la calma, la alegría honda, que se puede ser libre y que vale más vivir acompañado aunque a veces duela… Pero cuando llega un día en el que te dejas tocar por un Dios que es luz, y te muestra a su hijo, que es justicia, regalo y misterio, la cosa cambia.
Es entonces cuando se hace necesario pararse a leer la vida despacio, con detalle, sin saltarse ningún párrafo, y mirándole a Él para que la duda se torne nuevamente en mirada y la incertidumbre en esperanza; porque dentro, en la esencia de lo que somos, todo es belleza y bondad. Descubrir a Jesús nos hace tambalearnos, seguirle nos implica y en el fondo nos hace más esenciales, más íntegros, más pacíficos.
Él es hoy la paz de convertirte a ti, a cada uno, en esperanza para el mundo, en luz que alumbra –que ni deslumbra ni luce en soledad–, el camino que permite ir siempre un poco más allá, o acá. Es esa paz del pan compartido, alimento para tantos, del abrazo gratuito y reconfortante, de la mirada que escucha y comprende y de la palabra que anima y calma. Esa es la paz de Dios: una luz paciente y pequeña que toma vida en infinitos gestos que la hacen grande, eterna.