Mis primeras memorias democráticas, recuerdo oír hablar de algo llamado «jornada de reflexión». Las 24 horas anteriores a unas votaciones, no había campaña. No había mensajes. No había intervenciones públicas. Ni redes. No había invasión de últimas encuestas. Todo ello porque se suponía que el posible votante, ya con suficiente información sobre los programas presentados, tenía que decidir finalmente a quién votaría esta vez. Y esto era muy importante porque son precisamente los indecisos –es decir, los que cambian el sentido de su voto entre unas elecciones y otras– los que determinan el resultado final. Ahora queda cierto envoltorio. Los mítines aún terminan en viernes, y en sábado no hay actividad de campaña. Pero, por supuesto, ahora sigue el ruido, la bronca, la invasión de opiniones y el tener que seguir escuchando hasta el último instante por qué votar a X y no a Y.

Ya no nos dejan reflexionar. Tal vez no quieren que  lo hagamos. O somos nosotros los que hemos tirado la toalla.

El problema contemporáneo no es que no haya jornada de reflexión. Es que, ¿para qué iba a haberla? Si no son los argumentos lo que guía el discurso. Tampoco los proyectos concretos. Todo esto se ha convertido en un juego de afinidades, bajas pasiones y dobles raseros. Muchos votantes están cautivos de unos u otros partidos, y los asesores mediáticos juegan con eso. La mirada maniquea a la realidad, en la que unos son héroes y otros villanos (a elegir en qué lado del espectro te posiciones) no deja apenas cauce al diálogo y va abriendo cada vez un abismo mayor entre identidades polarizadas. Todo es visceral, emotivo, y está trufado de apariencia.

Hoy es día después de elecciones (en Cataluña). Cuando escribo esto –de víspera– aún no se han cerrado  las urnas. Ni idea de qué habrá pasado. Tampoco tengo demasiadas expectativas de algo que vaya a suscitar más esperanza de salir de este ciclo de la marmota en el que está atrapada nuestra política.

Se me ocurre que, ya que la reflexión no se hace de víspera, se podría hacer ahora, a la vuelta. Pero no un día. Al menos una semana. Una semana sin declaraciones. En la que no se permita a nadie analizar los datos en público, lanzar soflamas ni decir nada (que luego quedan presos de sus propias palabras). Tiempo solo para pensar. Los elegidos, en lo que pueden, deben y tendrán que hacer, y por qué. Los votantes, en lo que han hecho y cómo lo ven.

Te puede interesar