Lo del Brexit tiene muchas lecturas. Económicas, políticas, culturales, mediáticas… y hasta existenciales. Porque sí, lo de la sucesión de derrotas de Theresa May al ir presentando las propuestas negociadas con Bruselas, es sintomático. La gente sabe lo que no quiere, pero no sabe lo que quiere, porque lo quiere todo. He ahí el drama. Es más fácil decir que no que decir que sí. No a Europa. No a salir. No a quedarse. No a tener nuevas elecciones…
– No quiero Europa, no quiero inmigración, no quiero impuestos, no quiero…
– Entonces, ¿qué quieres?
– No lo sé. Todo, tal vez.
– Pero todo no es posible.
– Ya, pero yo lo quiero todo.
Y eso nos habla no solo del Brexit, sino de toda una época. Una época marcada por el deseo y el enfado a partes iguales. Lo que quiero y lo que detesto. Lo que me gusta y lo que me fastidia. Lo que me seduce y lo que desprecio. Y por el medio se va perdiendo el realismo; se va anulando la capacidad de lidiar con los límites reales de las sociedades de las que formamos parte; se va olvidando el necesario equilibrio entre derechos y deberes, mientras líderes insensatos prometen todo a precio de saldo. Ya pocos recuerdan la cantidad de veces que las intransigencias llevaron a enfrentamientos fratricidas, rupturas y guerras.
Es digno de estudio lo que está ocurriendo. Un país entero poniéndose la soga al cuello a sí mismo por el cabreo generalizado. Una rabieta alentada por los políticos. Mentiras disfrazadas de posibilidades. Populismo nacionalista para seducir a los nostálgicos de épocas que se han ido. Y el enfado. El enfado como gasolina que alimenta el fuego. Hasta que el incendio sea imparable. Pero esto no es solo en el Reino Unido.
Líbranos, Señor, de los líderes que prometen imposibles.
