Y el eterno culebrón se acabó, y con él tantos años de hartazgo y de empecinamiento que nos traen cierta sensación de alivio. Además de la necesidad de pasar página se abre un periodo de reflexión sobre qué significa ser europeo. Pese a que a muchos nos convenza la idea de Europa, el Brexit no es solo consecuencia de la incompetencia política o de la superficialidad cultural, es el fracaso de un proyecto que para algunos es un pacto de mínimos o un tratado puramente económico.

Europa no es solo el Euro, la Champions League, el espacio Schengen y el erasmus para todos. Detrás de esta bandera y de un lenguaje artístico y cultural común se defienden valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad y la democracia, algo que en otras partes del mundo es casi una utopía. Aunque imperfecta, mejorable y contradictoria en algunos aspectos, es el fruto de una cosmovisión y de unas raíces cristianas -esto es opinión puramente personal- que apuestan por la bondad del ser humano y por una sociedad justa y sostenible. Pero sobre todo la Unión Europea es el aprendizaje de dos guerras terribles que mostraron al mundo hasta qué punto puede llegar la crueldad del ser humano. Ya sea con 28 o con 27 países, se convierte así es una etapa dorada de la historia donde políticos y ciudadanos encontraron en el diálogo y el entendimiento la puerta para el progreso de las naciones, aparcando así siglos de guerras, muerte y destrucción.

Decía Alfredo Di Stéfano, uno de esos iconos del deporte rey que pululaban en el viejo continente de los años cincuenta que ningún jugador es tan bueno como todos juntos. Puede que esta idea -tan simple como difícil de aplicar- es la que conviene recordarnos ahora que los egos laten en forma de nacionalismos y populismos de ambos sentidos y que ponen en cuestión un sistema que nos ha hecho vivir mejor, porque Europa nunca ha sido tan pacífica como cuando ha estado unida, y si no, miremos nuestro propio pasado.

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