Más allá de si los intereses son puramente económicos, políticos o culturales, el debate en torno al cierre del Parlamento británico –en medio de este brexit impredecible– debería focalizarse ahora no tanto en el qué ni en el porqué, sino en el cómo.
Que ya no se trata solamente de lo que en el país y en la comunidad europea ganemos o perdamos con este proceso, sino de lo que este se está llevando por delante con la connivencia de miradas a otro lado y silencios más rotundos de lo que deberían.
El sistema tiene fallas, como todo lo humano. Ni es perfecto ni nos representa a todos en todo momento. ¡Pero que nos siga librando de uniformidades y totalitarismos! Y, precisamente por eso, hay que cuidar de la democracia como espacio de tolerancia y de sus instituciones como casa de todos.
Muchos ya hemos nacido y crecido bajo este paraguas y quizás por eso no nos damos cuenta de la amenaza que este tipo de puñetazos sobre la mesa suponen para nuestros derechos y, sobre todo, para los de aquellos más vulnerables.
Si cerrar un Parlamento es legal o no, no debería ser la valoración en juego. No seamos el necio que mira al dedo en vez de a la luna, que ya reza el refrán que quien hace la ley, hace la trampa. La pregunta debería ser, en este caso, si hacerlo es ético, justo, coherente y necesario. ¿Cómo y a cambio de qué?
Una vez más, pues, lo peligroso es relativizar. Despreocuparse, en definitiva, creyendo que a nosotros no nos afecta lo que pase lejos, incluso al otro lado del Canal de la Mancha. O desentenderse pensando que, en tiempos de redes sociales, ya habrá otras formas de hacerse oír cuando un gobierno cierre la principal vía de debate y negociación. Porque ahí el riesgo es que las portavocías sesgadas y la defensa de intereses de los sectores más poderosos se apropien del discurso y sienten precedente. Y eso, como iglesia, como comunidad, como ciudadanía, sí debería importarnos. Pero nosotros, mientras, ¿qué andamos debatiendo? ¿Adónde estamos mirando? ¿Y qué estamos dejando hacer?