Muchos creen que la política es sinónimo de gestión económica, y no son pocos quienes afirman que el éxito de un proyecto político está en situar a solventes técnicos como gobernantes. Estas últimas elecciones europeas nos muestran todo lo contrario. Seguramente no existe en el mundo un espacio de mayor tecnificación política que la Unión Europea, pero esto no ilusiona, no convence, no llena. La baja participación – en torno al 50% – y la opción de cada vez más europeos, y especialmente jóvenes, por el voto a partidos ultranacionalistas, xenófobos y euroescépticos son síntomas de que algo no está funcionando.
La economía no da sentido a la vida y los burócratas no son ejemplo para nadie. Cuando en política dejamos de interesarnos por la justicia, la verdad de la persona y el bien común, silenciamos las preguntas más profundas que agitan el corazón del hombre, y lo cosificamos como un elemento más de gestión burocrática. Esta violencia solo deja espacio para la resignación, el caldo de cultivo más fecundo para el radicalismo. Una Europa instalada en el relativismo mercantilista, incapaz de reconocer sus raíces basadas en la tradición greco-romana y cristiana, es una Europa que no convence porque no tiene nada que decir ¿De qué sirve vivir bien si no se sabe para qué vivir?
En este contexto, es normal que aparezcan discursos radicales que ofrecen una identidad de grupo y un nuevo sentido de la vida a muchos europeos, pero que en el fondo no son más que otro episodio relativista. Alienando al hombre en lógicas simplistas, sentimentalistas, y basadas en el odio (contras las élites, la casta, la diferencia…), en ningún caso hacen justicia a la verdad de quienes somos.