España acaba de alcanzar la segunda posición de la OCDE en esperanza de vida. Un puesto que habla de un trabajo bien hecho y de una preocupación por mejorar la vida de las personas a lo largo de muchos años. A pesar de todo, será un reto nada fácil sostener una sociedad ultraenvejecida y podemos empezar a especular sobre cuál será nuestra edad de jubilación, pero a no ser que seamos los típicos románticos que quieren morir jóvenes es una gran noticia para todos.
Si no cambian mucho las cosas, dentro de algunos años mi vejez será diferente a la de mis abuelos e incluso a la de mis padres. Algunas cosas mejores y otras no tan buenas. Nuevas enfermedades pero también nuevos tratamientos. Sin embargo, me da rabia que la misma cultura que hace todo lo posible por alargar la esperanza de vida es la misma que condena al ostracismo a nuestros ancianos. Al tiempo que valoramos cada vez más la longevidad como logro social proclamamos el carpe diem como leitmotiv. Mientras buscamos respuestas por todas partes cerramos los ojos a la sabiduría y a la experiencia de los mayores. Es la contradicción de poner el acento en hacer miles de cosas y nos olvidamos que en la ancianidad pesa más lo que eres que lo que puedes hacer por ti mismo. Es la triste paradoja de valorar más el cuerpo y menos a las personas.
No sé cuánto duraremos cada uno de nosotros, pero la vida no se mide solo en años. Más allá del tiempo que tengamos la suerte de vivir, nos lo jugamos en el sentido que le queramos dar a nuestra existencia. Por mucho que nuestra cultura nos lo recuerde día tras día el entretenimiento, el sexo, la salud, el éxito o la buena gastronomía no son las puertas de la felicidad si seguimos poniéndonos en el puñetero centro. Quizás es todo más sencillo y pasa por vivir cada instante en clave de amor y desde allí dar sentido a toda nuestra vida, ya cumplamos 17, 31 o 103 primaveras.