Una de las mayores dificultades de nuestra sociedad es que se trata a los jóvenes como niños grandes. En lugar de considerar la juventud como el inicio de una vida adulta, con todos sus retos, en demasiadas ocasiones es más bien una adolescencia prolongada. Con más posibilidades –dinero, sexo, o ciertas dosis de autonomía ficticia– mientras no queda más remedio que alargar estudios, encadenar contratos muy inestables y seguir viviendo con los padres. ¿A quién culpamos esto? ¿A vosotros, jóvenes, que os dejáis seducir por el espejismo de esa etapa donde las responsabilidades parecen menos y las posibilidades más? ¿A mi generación, que compró el discurso del «No limits» y se lo impuso a sus hijos, ya que nosotros habíamos tenido bastantes restricciones y elegimos entonces ver el vaso medio vacío e instalarnos en la queja, para descubrir ahora que no estuvo tan mal nuestra educación?
No ganaríamos nada jugando a las culpas y reproches generacionales. El caso es que estamos en una situación en la que se ha apresado a los jóvenes en un laberinto de espejos. Se conjuga mucho la diversión, la elección a la carta, o peor aún, la indefinición (por aquello de no renunciar), la precariedad disfrazada de buen rollo (cohousing y otras milongas), y la diversión como sucedáneo fácil del compromiso.
Yo ya tengo 50 años. Para bien o para mal, creo que mi vida ya está hecha. Las decisiones clave, tomadas. El camino, va avanzado. Pero si tuviera que dar un consejo a alguien más joven sería este: No te dejes robar la vida adulta. No dejes que los años para plantearte lo que quieres ser sean los que van de los 30 a los 40. Eso llega ya una década tarde. No pases años que son de sembrar revoloteando por la vida, porque cuando quieras ponerte descubrirás que se te ha hecho tarde sin darte cuenta. No dejes que te digan que eres muy joven para tener convicciones sólidas, y complicarte la vida por ellas. No te dejes entretener con el espejismo de la diversión (que está bien para un rato, pero no como meta en la vida). Ni te dejes tampoco cegar por la exigencia de seguridad para construir la vida. No aspires a empezar el camino en las condiciones soñadas. La mayor parte de la humanidad, a lo largo de la historia, y hoy también en tantísimas latitudes, se ha hecho adulta en la inseguridad, en la intemperie, y en la toma de decisiones que implicaban elecciones y renuncias. Hacerse adulto no es haberlo logrado ya todo. Es, más bien, ponerle nombre a las batallas que eliges luchar, y empezar a hacerlo. Es comprometerte. Es empezar a pelear por un lugar en el mundo. Es asumir renuncias por abrazar proyectos. Es, en definitiva, comprender que tienes que tomar las riendas, pelear y apostar por algo. Y sé que no está fácil hacer todo esto, pero es que la vida no es fácil. Tú lánzate, aunque te equivoques y tengas que afrontar algunas magulladuras por el camino. Que eso, también, es vivir.