Es una queja que, formulada de esta u otra manera, se escucha en muchos ámbitos de trabajo y que se ha incrementado exponencialmente después de la pandemia y su confinamiento. La burocracia aumenta desmesuradamente, y, lo que es peor, ocupa el lugar que en otro tiempo se dedicaba a las personas (en el ámbito laboral o en el familiar). La tecnología, que tanto nos ayuda, invade nuestros espacios, llegando hasta lo más privado y exigiéndonos estar permanentemente conectados, actualizados, robando horas incluso al ocio y al sueño. Y así, caminamos por la vida acelerados, estresados, agotados, desmotivados y, en muchos casos, incluso desesperanzados.

Lo paradójico del caso es que todos estamos de acuerdo en que así no se puede vivir. Aquel que nos pide que rellenemos documentos y formularios parece pedirnos perdón por ello, a la vez que nos aclara que sabe que esto no es tan importante como pasar tiempo con las personas ¡pero ay de ti como no lo entregues dentro del plazo! Quien nos anima a dejar de hacer cosas para poder llevar una vida más descansada, nos pide al mismo tiempo que no dejemos de hacer las tareas que nos ha encomendado (cuando no nos asigna otras nuevas). O nosotros mismos, nos preocupamos por el uso desmesurado de la tecnología y abogamos por la reducción de la misma, a la vez que nos preocupamos y ponemos nerviosos cuando alguien no nos contesta en menos de cinco minutos a un mensaje.

En este escenario, vamos viendo como, de vez en cuando algunos caen bajo el peso de este ritmo insano de vida, fruto del estrés, la ansiedad, o incluso de algunas enfermedades. Pero, aunque nos preocupe y nos haga reflexionar, solemos pensar que eso no va a pasarnos a nosotros porque somos fuertes y controlamos mejor nuestro entorno y sus circunstancias. Y así, este modo de vida se va perpetuando y haciendo más fuerte, sin que nadie acabe de dar un puñetazo en la mesa y decir ¡basta!

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