Seguramente alguien se sienta ofendido (manía muy extendida) y piense que hago un juicio moral inoportuno si digo que somos parte de una sociedad distraída. Más que una valoración, afirmar que andamos un tanto despistados, es un simple enunciado descriptivo.
Polizón de nuestros bolsillos, viaja con nosotros una garrapata a pilas. La tan humana tentación de aparecer, el mismo demonio intentó seducir a Cristo para hacer de su servicio un espectáculo, muerde sin dolor. Sin embargo, cuando algunos lunes recibo el informe de uso del teléfono, preferiría no saber cuánta vida me ha robado esa máquina que vino en un principio para hacérmela más fácil. Además, la tentación también se disfraza de beata y engaña fingiendo la intención de hacer llegar a más personas la Buena Noticia.
Nada que objetar si esto fuera así. Pero a estas alturas del partido no distinguir bien real y bien aparente es casi imperdonable. La distracción continua, el ocio obligado, la constante búsqueda de lo extraordinario (y su foto), no son dinámicas inocentes. ¿Y si fuera la causa del abandono y deterioro de aspectos esenciales de la vida en todos los ámbitos y niveles de la sociedad?
Trabajar para que los trenes, hospitales, parroquias, colegios, universidades o tu familia, funcionen, y acompañar a los hijos, empleados, sacerdotes, alumnos, profesores que tienes a tu cargo, ya sea para alentarlas o para corregirlas, requiere dedicación. Eso, que es esencial (y no publicable) y que nos sostiene social, institucional y personalmente requiere tiempo, mucho tiempo. De momento los días, aunque sigan cambiando la hora, solo tienen veinticuatro.
Quizá el descarrilamiento de trenes, el mal llamado fracaso escolar o las crisis vocacionales (sacerdotales, consagradas o matrimoniales) no sean más que consecuencias de una misma causa: la distracción y despiste general del que hablaba al principio.