Es una realidad. Por mi ritmo de vida me falta tiempo para poder sentarme con calma. Y no me refiero a descansar (que a veces también), sino a planificar, escribir, o preparar las distintas actividades que se me vienen por delante. Reconozco que la sensación de que son los demás los que llevan mi vida es algo que, en el fondo me gusta. Ver cómo, después de la oración de la mañana, mi vida está llena de actividades diferentes hasta prácticamente la noche: acompañamientos espirituales, celebraciones, clases, trenes, conversaciones, reuniones, formaciones, catequesis, y otras muchas cosas que, si se viven bien, te hacen entender que hay más alegría en dar que en recibir, y en perder la propia vida que en ganarla. Es verdad que, en ello, mi ser inquieto (o un poco hiperactivo), también juega un papel importante. Y que al final, mi ritmo de vida tampoco se diferencia mucho del de un trabajador normal con familia. Pero, confieso que hay una cosa con la que no puedo, y es con la paz que me quita el teléfono. Cuando estás en el fragor del día y, al mirar, ves que tienes un montón de correos en la bandeja de recibidos, o que alguien te pide cualquier cosa y le tienes que decir que no puedes en ese momento, los WhatsApp «urgentes» sin contestar, los artículos de pastoralsj para leer y subir, etc. En esos momentos, suelo decirme a mi mismo «¡necesito tiempo para trabajar!», o «¡me faltan horas de despacho!», mientras me invade una sensación de agobio y estrés.

Sin embargo, la mayoría de las veces la cosa cambia cuando por fin tengo el tiempo para sentarme. Con mi carácter exagerado, suelo pensar que voy a estar trabajando horas y horas hasta bien entrada la madrugada. Y, aunque esto a veces se da, lo cierto es que normalmente suelo terminar mucho antes de lo que pensaba. Por poner un ejemplo, de todos los correos de la bandeja de entrada que me agobiaban, solo un número muy reducido implican tiempo de trabajo. El resto son propaganda, informaciones u otras cosas que se despachan con cierta rapidez.

¿Quiero con esto decir que hay que vivir con un ritmo de vida agobiado? ¡De ninguna manera! Más bien hay que intentar tener calma. El objetivo de estas líneas es más bien el de hacer ver que hay una diferencia notable entre aquello que subjetivamente nos agobia, y aquello que realmente tiene motivos suficientes como para agobiarnos. Y ahí, entra el discernimiento de cada uno para decir «puedo» o «no puedo», en lugar de echar balones fuera o de quejarse por todos los rincones.

 

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