Te despiertas con la alarma del móvil y nada más apagarla ya miras a ver si durante la noche te ha llegado algún wasap, correo o notificación emergente. Enciendes el ordenador y empiezas a abrir pestañas y más pestañas, porque hay muchas cosas que atender, tareas que se van encadenando (todas prioritarias), hasta el punto de que a veces no recuerdas cuál era la primera de todas las que tenías que hacer. Tomas café mientras lees la prensa y ves el último vídeo gracioso que te han mandado. Hablas con la gente sin mirarles a la cara, puesto que a la vez tienes que contestar ese wasap urgente que siempre llega en el peor momento y no puede esperar.
Así, va pasando el día y tu sensación de agobio va creciendo. Tienes la sensación de que no llegas a las cosas. De que la vida se ha vuelto tan rápida que es imposible seguir su ritmo sin caer desplomado en el sofá. Y de repente, llega un momento en el que te dices «¡Eh! ¡Así no vamos a ninguna parte!» Porque te das cuenta de que no se puede vivir tan fragmentado, ya que corres el peligro de romperte en tantos apartados como pestañas tienes abiertas en el ordenador o mensajes a responder en el móvil.
Y es ahí cuando te dices a ti mismo que cada cosa tiene su momento. Que cada persona es única y merece que la trates así, sin obligarle a compartir su tiempo con el resto de tus tareas. Que tú también eres uno solo, y a veces no puedes atender tantos frentes abiertos como te gustaría, porque necesitas un descanso. Y que hay un Dios que cuando por fin cierras todas tus ventanas, te paras y haces silencio te recuerda que «Andas afanado en demasiadas cosas y una sola es importante».