Hace pocos días, el diario El País alertaba del aumento considerable de trastornos de la salud mental provocados por la pandemia en España, mostrando cómo la ansiedad y la depresión han aumentado entre cuatro y tres veces cada una. Algo que se complementa con la escalofriante y poco comentada cifra de 3.941 suicidios en España en 2020, que en caliente supone once suicidios al día –o dicho de otro modo, una víctima cada dos horas y cuarto–, de los cuáles un 74,3% son varones y un 25,7% mujeres. Y es que una enfermedad llega y uno no tiene la culpa –ni es un castigo, como alguno que otro se cree–, aunque sí que hay elementos colectivos que pueden ahondar en el problema, estigmatizar a la persona y hacer que ignoremos todo ese sufrimiento.
 
A no ser que uno sea un tanto extraterrestre, es complicado que estos datos no nos extrañen y que no nos duelan. ¿Quién no se ha sentido desesperanzado, impotente o agotado por dentro en este último año y medio? ¿Quién no ha visto a otros llorar, desesperarse o tomar decisiones irracionales que en otro tiempo hubieran sido inverosímiles? Es imposible que el confinamiento, el número tremendo de muertes, el miedo, la incertidumbre, la preocupación por los nuestros, la soledad, la posible pérdida de un empleo y la propia enfermedad no afecten a las personas y desarrollen serias consecuencias psicológicas, espirituales y, por supuesto, físicas. Sin embargo, creo que sería hipócrita ir solo a la superficie, culpar de todo a la pandemia y arreglarlo solo con más psicólogos, psiquiatras y demás recursos que sean necesarios –cuyo esfuerzo, valor y profesionalidad es siempre tan necesario como encomiable, dicho sea de paso–.
 
Puede parecer catastrofista, e incluso aguafiestas, pero podríamos intuir que detrás de las cifras hay algo más profundo y que quizás no se queda solo en lo puramente psicológico, más bien se trataría de una una nueva muestra de la crisis moral que vivimos como sociedad. Algo que cuesta mucho ver y, sobre todo, aceptar. Es insostenible imaginar una ciudadanía sana que reduzca el criterio del bien y del mal y el diálogo al puro vaivén de las emociones y a la rabia de Twitter. Es insostenible soñar un futuro en el que algunos medios, artistas y políticos reducen la cultura y las aspiraciones humanas a Netflix e Instagram, a la ciencia o al puro bienestar. Es insostenible un mundo donde el materialismo y el ateísmo –venga del lado que venga– defienda la vida como un mero agregado de partículas e ignore que el ser humano tiene otras pretensiones como son el sentido, la trascendencia, la familia o la comunidad. Es insostenible hacer avanzar una sociedad que exalta el mercado, idolatra la libertad de cada uno y reivindica a su manera a las minorías –siempre que den votos suficientes– y de paso se olvida del vecino que no tiene trabajo, del adolescente adicto a lo que sea o del anciano olvidado en una residencia.

Probablemente estos problemas seguirán existiendo se tenga en cuenta o no estos aspectos, aunque seguramente habría más herramientas para no llegar a estos espeluznantes datos ni llevar a demasiadas personas al límite. No obstante no podemos hablar de desarrollo o de progreso si olvidamos el desarrollo moral de la sociedad y si obviamos elementos claves como el amor, la justicia, la comunidad, la preocupación por los más pobres, la trascendencia, la muerte, el sentido de la vida y, por supuesto, el bien, la verdad y la belleza. A veces la raíz del problema y propia la solución están muy cerca, otra cosa es que se quiera reconocer.

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