No importa más si cuando ocurrió estaba soltera o casada. Ni si ahora lo estaba. No importa más si tenía dos hijos, cinco o ninguno. Si era promiscua, liberal, conservadora o no. Por no importar, no debería importar más porque se ha suicidado, que si lo sufre en silencio tratando de mantener la cabeza alta, o si lo denuncia plantando cara. Porque, reconozcámoslo, si no se hubiera suicidado, es posible que la oleada de indignación colectiva fuera menor. Y, sin embargo, el escándalo, y el motivo para la indignación es idéntico. Es la absoluta falta de empatía con el sufrimiento ajeno, por parte de todos los que eligieron el camino de la humillación colectiva. El desinterés de quien no respondió cuando pidió ayuda. El egoísmo infame de quien compartió algo que solo debía ser íntimo.
Y cualquier consideración que quiera poner el peso de la culpa en la víctima, cualquier «si no lo hubiera grabado…» cualquier análisis que aparte el foco de la verdadera cuestión está hoy fuera de lugar. La cuestión terrible, que asusta, y debería preocuparnos, es la falta de compasión, la incapacidad para ponerse en el lugar de alguien que sufre, el no comprender las consecuencias que para alguien puede tener el verse sometido a una exposición de su intimidad. O, peor aún, comprenderlo y que no te importe. El haberse vuelto tan duro que el otro es ocasión para un rato de cachondeo, sin límites ni consideraciones. La crueldad virtual no es menos hiriente. La falta de empatía con el sufrimiento del otro no se puede camuflar con un «no es para tanto», «es solo una broma», «yo me limité a verlo y pasarlo» y otras vacuidades. Y no hace falta que alguien tenga que suicidarse para caer en la cuenta.
¿Qué nos está pasando como sociedad? ¿Son las pantallas las que nos están volviendo indiferentes, impermeables, ajenos al otro? Una vez más, que esto no sea un día de enfado, un trending topic efímero, y otra historia olvidable. Porque, o aprendemos de todo esto, o vamos camino de convertir esta sociedad en un infierno.