El otro día me topé con dos noticias diferentes pero iguales: en cada una, un determinado partido político (no era el mismo en ambas) pedía un aumento del número de psicólogos y psiquiatras en la sanidad pública. Por otro lado, me encontré también un reportaje donde actores, actrices, periodistas y otros famosos confesaban padecer una enfermedad mental: trastorno bipolar, depresión, ansiedad, trastorno obsesivo compulsivo, misofobia, síndrome de Tourette… Dicho reportaje buscaba visibilizarlos y manifestar un trastorno mental no es «esa cosa rara» que les pasa a otros. Es una enfermedad más, al alcance de cualquiera y, que como enfermedad que es, hay que tratarla.
Este tipo de «dolencias» son más comunes de lo que creemos, y más tras la pandemia, la cual parece haber facilitado su propagación. Sin embargo, aún seguimos con la idea de que hay que esconderlas. Quien la padece se ve en la obligación de ocultarla ante los ojos de los demás, no vaya a ser que lo miren mal y lo arrinconen. ¿Os habéis parado a pensar en cómo reaccionamos cuando alguien nos dice que va al psicólogo? ¿Qué pensamientos nos surgen?
Al igual que nuestro cuerpo enferma, nuestra alma también. Y muchas veces se enferma tanto y le hacemos tan poco caso que es nuestro cuerpo quien nos advierte de ello: dolores fuertes en alguna parte del cuerpo, falta de sueño o de apetito, palpitaciones, temblores, sudores, dificultades para respirar… y miedo, un maldito e inexplicable miedo que acecha, incansable, tras cada rincón. Llegados a este momento, son muy pocos los que se atreven a averiguar qué les está pasando. Un psicólogo me dijo una vez que, para curarse, hay que iniciar un largo periplo hacia dentro de uno mismo, y hay personas que no están dispuestas a ello. Se quedan ahí, a las puertas de sus vidas, arrastrando unos males que se convierten en fantasmas a los que no saben dominar.
La vida es el más hermoso de los regalos, pero nadie nace con un manual de instrucciones que enseñe a surfear con éxito las olas de este bendito mar que es nuestra existencia. Hay quien se cae de la tabla de surf, quien se enreda entre las algas, quien es atacado por un tiburón que no vio venir… O quien ni siquiera entiende por qué tiene tanto miedo a adentrarse en el mar, y se queda apartado y abandonado en la orilla, deseando en lo más profundo de su corazón surcar las olas como hace todo el mundo, preguntándose por qué no puede hacerlo.
Es necesario normalizar estas enfermedades. Es prioritario ayudar a quienes las padecen a pedir ayuda; crear vías de acompañamiento y diálogo donde se les haga ver que hay esperanza. Es urgente hacer entender (y sentir) a estas personas que están enfermas, pero que ese están no condiciona lo que son: seres humanos, merecedores de amor y comprensión, con una dignidad que nadie les puede arrebatar, capaces de luchar por ellos mismos y salir adelante.
Ojalá, ojalá estas palabras pudieran servir a quien sea que hoy sienta «el alma rota». Y si estas no valiesen, que tenga claro, como decía san Pablo, que «ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro». Ese amor, cuando te lo crees y lo sientes, se prende dentro como una luz y te lleva a luchar por lo que has venido a hacer aquí: VIVIR.