“Somos su pueblo y ovejas de su rebaño”, rezamos con el salmo en este domingo del buen pastor. Hemos llorado uno. Hemos recibido a otro. Uno ha ido al encuentro de nuestro divino pastor y el otro nos llega ungido por él. Rindamos homenaje al formidable pastor que Dios nos regaló en la persona del Papa Francisco y al prometedor pastor que el Espíritu Santo ha susurrado en el cónclave: el Papa León XIV. Jesús resucitado, antes de ascender al Padre, no sólo nos dejó el Espíritu Santo. También confirmó a Pedro en su misión de conducir y apacentar la Iglesia. En él y sus sucesores, Dios nos ha dejado una figura visible que, con excepciones de siglos pasados, es modelo y guía en el camino hacia Jesús: nuestro Pastor y Salvador.
Hemos leído en este tiempo de pascua el libro de los Hechos de los Apóstoles y hemos redescubierto maravillados todas las obras que los apóstoles, especialmente Pedro y Pablo, llegaron a realizar por la acción del Espíritu Santo. A pesar de las diferencias de Pedro y de Pablo, ambos vivieron lo que anunciaron: “mantenerse fieles a la gracia de Dios”. Y esto es notable porque, en un mundo de polarizaciones exacerbadas, lo cierto es que hemos visto cómo en la Iglesia por la fidelidad a la gracia de Dios el carisma petrino de autoridad y unidad se puede conjugar con el carisma paulino de diálogo y pluralidad.
El Papa Francisco sirvió como Pedro de roca firme para la Iglesia y, como Pablo, se erigió “luz de los gentiles” para llevar la salvación a los confines de la Iglesia y de la Tierra. Esta es la esperanza que nos inspira también el Papa León XIV: un pastor con convicciones firmes, afincado en el Evangelio y en el Concilio Vaticano II, uno que lleve a la Iglesia a las periferias existenciales de nuestro mundo, donde Cristo es menos conocido, mal conocido o desconocido… donde haya ovejas necesitadas de su Pastor.
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