Desde que murió Francisco, la prensa no ha dejado de hablar de la Iglesia en general, y de los dos papas en particular. Algo que demuestra, que el catolicismo no es algo tan del pasado como se creen y que hay una parte de misterio en su larga tradición que no deja de fascinar al mundo. A su vez, evidencia también la pobreza de parte del periodismo y de la opinión pública que no sabe cómo abordar este tema con delicadeza y profundidad, fundamentándose en gestos sacados de contexto, tertulias de sobremesa, películas y redes sociales. Y, sobre todo, en la mirada sesgada de las ideologías que solo saben rebuscar porquería diferenciando entre “progres” y “carcas”, utilizando así categorías mundanas que no funcionan en la Iglesia y que solo nos abocan a una mirada tan pobre y sectaria como superficial y equivocada. 

Curiosamente, a muchos les llama la atención que el papa defienda la dignidad de todo ser humano, y que eso implica la acogida del inmigrante, el amor por los pobres y la consecuente oposición ante el drama del aborto y la eutanasia. También les resulta novedoso que los papas defiendan el bien común y los lazos comunitarios, y por tanto tengan una voz profética al hablar de ecología integral, justicia social, igualdad, paz y fraternidad, y que denuncien a su vez el pecado en todas sus formas. Que se diga que en la Iglesia debe primar la misericordia y la verdad y que, por supuesto, hay sitio para “todos, todos, todos”, cuando católico significa precisamente universal, haciéndose realidad en cada pueblo y cultura.

Además, se sobresaltan porque un papa ame de corazón a la Iglesia, con las mediaciones que hay en ella, y que abarcan desde un arte, un simbolismo y una estética milenaria hasta una jerarquía bien meditada entre otras muchas cosas. Que a su edad y con su formación conozcan, valoren y se apoyen en un Magisterio profundo, rico y novedoso, en una Escritura que es un tesoro para la humanidad y en una Tradición que el Pueblo de Dios ha fraguado y custodiado de generación en generación. Incluso, los hay que se sorprenden de que los papas recen, crean en Dios y en la novedad que trae que el Espíritu Santo. Y, ya de paso, que cometan la tremenda osadía de hablar de la fe en Jesús, de la esperanza y de la caridad, como si el mundo de hoy pudiera prescindir de todo esto. O, sencillamente, que escuchen, sean alegres, humildes y, en definitiva, buenas personas.

Cuando el dedo señala a la luna, el necio mira el dedo y el sabio mira a la luna. Ojalá que cuando veamos estos destellos de Evangelio en la Iglesia y en el pontífice de turno, seamos capaces de ir a la esencia de nuestro ser católico, y podamos descubrir la riqueza de un mensaje que veinte siglos después, sigue siendo tan necesario y novedoso como lo era al principio. Al fin y al cabo, el papa, se llame Francisco II, León XIV o Bonifacio X, es importante por lo que es, y no tanto por lo que hace y dice, o por lo que la prensa quiere que haga. Porque es Dios quien guía a la Iglesia, y no los tertulianos que creen saberlo todo, menos lo más importante.

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