«Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre.» (2 Samuel 7, 16).
Todos eran bienvenidos. Algunos no sabían por qué estaban allí y se les veía incómodos. Otros lo intuían vagamente pero se habían dejado llevar. Una chica que estaba reencontrándose con la Iglesia había traído a su amiga, muy alejada. Sentados a la mesa para cenar, el grupo resultaba de lo más variopinto. Pero allí estaban debatiendo -al principio con timidez y cada vez con más apasionamiento- en torno a su fe, dejando caer prejuicios de un lado y del otro como cayó el muro de Berlín: de noche, sin previo aviso.
El párroco, a prudente distancia pero sin disimular la satisfacción, confesó que en aquel grupo de comensales reunidos en la primera convocatoria Alpha de la parroquia había visto encarnada la sinodalidad de la que tanto se habla. Aquel ejercicio de escucha permanente hacia quienes se movían en el debate con la cautela de no reconocer el suelo que pisan era la plasmación de esa “comunión que salva” de la que nos hablan las conclusiones del Sínodo.
Dios en medio de su pueblo estaba, en tiempos de David, bajo esa estructura efímera que le daba cobijo como a los pastores que guardaban el rebaño. Dios en medio de su pueblo está, en nuestros días, en la ruta que sigue la Iglesia, escuchándonos todos, hablando con todos, admitiéndonos todos en esa tienda del encuentro donde reconocer recíprocamente nuestra filiación divina.
El complejo parroquial se construyó en tiempo récord en sólo seis años para gloria de Dios. La respuesta, como le suscitó Dios a Natán para que se la comunicara al rey David, ha sido desplegar una metafórica tienda provisional que desenrollar cada lunes por la noche donde dar de cenar y escuchar a los sedientos de trascendencia. Para caminar con ellos, no importa de dónde vengan. Dios en medio de su pueblo: el trono del hijo de David durará para siempre.