El grupo de pastoral juvenil funcionaba estupendamente. No sólo andaban involucrados en proyectos sociales en barrios marginales, sino que nutrían sus inquietudes espirituales con frecuentes oraciones en la capilla del sótano.
La charla del cura, uno más sobre la alfombra, que tanto rasgueaba la guitarra como indicaba con expresivo ademán que era tiempo de reflexión; el silencio, tan grato en la semipenumbra; la luz de las velas, que se reflejaba en el blanco de las paredes y las cortinas; el aroma a cera limpia… todo era perfecto, un anticipo del paraíso.
Llegó el momento de dar gracias. Y había muchos motivos para hacerlo.
No extrañó a nadie que Vicente, con su voz grave y bien modulada, iniciara la acción de gracias.
–Te damos gracias, Señor, por nuestra fe. No la fe de las abuelas que rezan el rosario sin darse cuenta de lo que hacen, ni la de los que peregrinan descalzos sin entender por qué. Aquí, Vicente, bajando del techo donde levitaba, se digna a descender al plano de los mortales y nos obsequia con unas gotas de su fino humor –es que entré ayer en la catedral, y vi un montón de abuelas siseando oraciones y pensé, «Perdona, Señor, por cómo te reza esta gente…»– y volvió a elevarse, pegándose de nuevo al techo impulsado por su autocomplacencia.
Esto es verídico. Real. No me lo tienen que contar. Y también soy testigo de que nadie (ni yo, ni el cura), dijo nada.
Porque solo hay una cosa peor que la autocomplacencia: la autocomplacencia grupal. Formar parte del grupo de discípulos amados (generalmente seleccionados por alguien carismático) halaga extraordinariamente nuestra vanidad, aunque hablemos de humildad. Creerse en posesión de la verdad nos convierte en orgullosos, aunque la razón para nuestra loa esté justificada, pues somos los mejores seguidores de Cristo; aun frecuentando los ambientes socialmente menos glamourosos es muy fácil ser como el fariseo de la parábola (Lc, 18, 10-13) y acabar mirando a los demás por encima del hombro.
Busca la humildad dentro de ti.