No sé si soy yo o si es un hecho objetivo. Pero tengo la sensación de que este año lo del Black Friday está siendo especialmente abusivo e invasivo. Más incluso que otros años. No tengo memoria suficiente en el móvil para almacenar más cupones de descuento, vales 2×1, ofertas prometedoras y rebajas de escándalo (rebajas cuya veracidad, por cierto, habría que pararse a examinar. Pero eso es otra historia).
Un amigo que trabaja en una tienda de electrodomésticos me comentaba el otro día cómo estaba viviendo él este mes. No voy a entrar en detalles porque fue una conversación personal y porque (aunque el tema lo merecería, y mucho) no quiero escribir sobre las condiciones infrahumanas en las que muchas personas tienen que trabajar para que el Black Friday salga adelante. Eso en España. Si nos vamos a países subdesarrollados, apaga y vámonos.
Me gustaría escribir sobre por qué compramos. Es algo que me pregunto a menudo y más aún cuando se acerca esta fecha. ¿Qué hay detrás de esa ansia casi enfermiza por tener? ¿Qué anhelo profundo del ser humano se camufla entre las larguísimas colas que se forman estos días en las tiendas?
Yo creo que no le hago spoiler a nadie si digo que lo material no da la felicidad. Me parece que eso es algo que todos hemos comprobado en algún momento de la vida. Ante la enfermedad, ante la muerte, ante el fracaso, ante el desamor, ante el dolor… ante todas esas realidades, de nada sirve tener un Ferrari. Habrá quien diga que si hay que llorar, mejor llorar en un Ferrari que en un Ford Fiesta. Y no digo que no. Pero eso es un premio de consolación. Nada más.
Estoy convencida de que nuestra vida es mucho más que un mero premio de consolación. No debemos conformarnos con lo que no es. La existencia humana no es un conjunto de casualidades sin sentido que haga falta decorar con un montón de cosas extra porque por sí misma no tenga valor. En el extremo opuesto, tampoco somos seres etéreos que no necesitemos de lo material. Tenemos necesidades que cubrir y es conveniente atenderlas. Desde las más primarias (alimentación, vestimenta, medicamentos…) hasta las más secundarias pero igualmente importantes (salir a tomar algo con amigos a los que queremos cuidar, ir al cine a ver una buena película que nos haga desconectar y pasar un buen rato, disfrutar de practicar algún hobby…).
Ni somos ángeles celestiales, ni somos seres insaciables que sólo sabemos querer más. Entonces, ¿cómo encontrar el término medio que nos ayude a vivir de una manera sana y equilibrada nuestra relación con lo material? Apelando al sentido común y al discernimiento.
Es necesario pensar antes de actuar. Siempre. Pero de manera especial, siempre que hay dinero de por medio. La forma que tenemos de gastarnos el dinero dice mucho de quiénes somos. Nuestras opciones económicas hablan de qué priorizamos, de qué consideramos importante, de qué nos mueve.
No podemos permitir que se nos trate como a borregos. Si no necesitas ese segundo par de calcetines, no te los compres. Aunque vengan rebajados y solo cuesten 3 euros. No es cuestión de los 3 euros. Es cuestión del sentido que le damos a la vida. En el fondo, el debate que se pone sobre la mesa en el Black Friday es si la vida tiene valor y sentido en sí misma o si hace falta decorarla, llenarla de reservas por si acaso no es suficiente con lo que es.
¿Es necesario tener un móvil para poder estar comunicados con nuestros seres queridos, estar informados y poder trabajar de una forma más efectiva? Sí. ¿Es necesario que ese móvil sea el último del mercado? Rotundamente, no.
El sentido de la vida que cada uno lo busque como pueda y trate de vivir en consecuencia cuando lo encuentre. No voy a decirle yo a nadie cómo tiene que vivir. Lo que sí voy a decir (porque esto no me lo puedo callar) es que estoy segura de que ese sentido tiene mucho más que ver con lo que somos que con lo que tenemos. Que no se nos olvide a lo largo del día de hoy.