Hoy se celebra el Black Friday. Aparecen miles de ofertas en las plataformas y descuentos inverosímiles, de esos que ya no puedes ignorar. Y de paso más de uno, con buena intención y cierta dosis de oportunismo, aprovecha la coyuntura para escribir su carta a los Reyes Magos, porque toda ocasión es buena y conviene anticiparse. De este modo, con la lógica de la rebaja, del ofertón y del bajo precio, es complicado no caer en la tentación. ¿Quién es el tonto que se quiere resistir?

No obstante, detrás de esta fiesta propia del santoral del ocio y del negocio, hay una verdad que subyace de fondo: la exaltación del consumismo como modo de estar en el mundo. Tener, comprar y consumir. Y así sucesivamente. Sin querer, a través de lo que podría ser una inocente celebración de la tecnología y del comercio, como sociedad y como cultura nos deslizamos en una pendiente que nos devalúa como personas, porque aceptamos la bandera del consumo como modo de estar en el mundo. Aunque lo digamos en inglés, sigue siendo un viernes negro, pues las trampas vienen acompañadas de un buen argumento y el consumismo, como referente cultural, hoy también vuelve a ganar.

No podemos olvidar que las compras compulsivas, más allá de la dopamina inicial, nos suelen dejar un cierto vacío existencial –y suelen generar miseria en otras latitudes del mundo, dicho sea de paso–. La felicidad no llega por acumular más y más o por convertirnos en auténticos depredadores. El consumismo no nos hace más humanos, ni mucho menos, por mucho que podamos comprar, o por bien que nos trate el sistema. El ocio y el negocio no pueden marcar los latidos de nuestra sociedad, pues valemos mucho más que una atractiva sobredosis de ofertas.

Al fin y al cabo, lo más importante en la vida no se puede comprar.

 

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