Los habitantes del pequeño pueblo granadino de La Peza han convivido durante seis días con una rave que comenzó despidiendo al 2022 y fue desalojada cuando el 2023 contaba ya casi con una semana. La prensa nos ha transmitido la imagen de los vecinos de la localidad encantados de la organización de este evento. Incluso su alcalde parece haber pasado del temor a que la fiesta se eternizase al deseo de contratar a sus organizadores para que le ayuden a montar las fiestas del año que viene. La conclusión que parecen querernos transmitir es que se trata de un ambiente festivo no muy distinto de otros y que por ello debería replantearse su ilegalidad, sobre todo porque aquellos jóvenes no hacen otra cosa que divertirse sin hacer mal a nadie.
Sin embargo, a poco que se busquen por internet fotos o vídeos de esta (u otra) rave, uno aprecia que su ambiente está lejos de ser el de una idílica fiesta inofensiva. Basta saber que uno de sus integrantes tuvo que ser trasladado en helicóptero a un hospital por una grave intoxicación de ketamina, para comprobar que no se trataba de un ambiente sano e inocente. Con todo, parece que a algunos les parece que tampoco pasa nada por permitir estos de entornos para la realización de todo tipo de excesos. Eso sí, siempre que después todo quede limpio y recogido.
Lo cierto es que por muy de color de rosa que se las quiera pintar, es mentira que las raves no hagan mal a nadie. Puesto que dañan la vida de sus integrantes, y, de un modo u otro, también la de sus familiares y las de la gente del entorno en las que se realizan. Sin embargo, a veces da la sensación de que hayamos olvidado esto y pretendamos permitir todo aquello que proporcione diversión y evasión.
Pero, tristemente este engaño no está solo en este tipo de fiestas ilegales (que lo hacen especialmente patente), sino también en nuestra vida diaria y en nuestra vida de creyentes. No hay más que pensar en aquellas acciones que pensamos que no son malas o que no son pecado, porque no hacen mal a nadie. Aquellas que tienen que ver con la pereza, la lujuria, el egoísmo, el deseo de poder o de éxito, la falta o exceso de cuidado del propio cuerpo, etc. Aunque pensemos que no hacemos mal a nadie con ellas, lo cierto es que nos hacemos daño a nosotros mismos, a los nuestros y, por supuesto, ofendemos a Dios que quiere nuestro bien.