Me voy de fiesta, deben pensar. Porque, ¿cómo voy a estar tanto tiempo sin un rato de buen rollo, baile, gritos, copas y amiguetes? Total, soy invulnerable. Total, si lo pillo, será como una gripe. Total, soy más listo que los pringaos que cumplen las restricciones. Total, ¿qué me puede pasar? No son exactamente negacionistas, solo son más listos, más chulos, más libres. Cualquier argumento con tal de que no les corten el rollo.
Da igual que les digas lo que puede ocurrir De sobra lo saben. Quizás hasta retuitearon, hace meses, el anuncio aquel del chaval que por andar de fiesta contagia a su abuela. Pero es compatible todo. El retuiteo razonable y la conducta desquiciada. Las buenas palabras sobre responsabilidad y cuidado, y las fiestas –ahora vespertinas– con alcohol, música, abrazos y homenajes a la vieja normalidad. Sin mascarilla, por favor.
Luego, familias enteras contagiadas. UCI saturadas. Personal sanitario agotado y enfadado -con razón- por tener que estar atendiendo a imprudentes que decidieron que esto no iba con ellos (hasta que fue).
Todo esto está demostrando tres heridas bastante extendidas y que deberían hacernos pensar:
1) La de la falta de responsabilidad que nace de no querer ver las consecuencias de los actos.
2) La de la debilidad de quienes no son capaces de renunciar a las dosis de diversión que exigen como un imperativo categórico (¿será que en lugar de diversión es evasión?).
3) La del egoísmo, puro y duro. Egoísmo de quien elige el riesgo sabiendo que terminará poniendo en peligro también a padres, abuelos, vecinos… y en definitiva contribuyendo a que esta sociedad siga colapsando. Eso sí, entonces la culpa será de los sanitarios o de quien se tercie.
A veces una buena bofetada es lo que necesitaban algunos. Pero lo peor es que, como se te ocurra recriminarles el ir por ahí sin mascarilla, la bofetada, encima, igual te la llevas tú.