Durante gran parte de los años 90, el ocio de nuestros jóvenes estaba marcado por la ruta del bakalao –«esto es bacalao del bueno», así surgió…– Un itinerario de salas de moda en la costa valenciana, y que suponía un nuevo fenómeno musical donde miles de jóvenes recorrían una serie de discotecas donde reinaba la música tecno, el desenfreno y las nuevas drogas, reproduciéndose poco a poco por muchos lugares de nuestro país, especialmente en las grandes capitales. Aunque muchas de esos templos musicales ya han cerrado, algunas de sus canciones siguen sonando en bodas donde la gente recuerda con cierta nostalgia aquellos tiempos de su enterrada juventud.
Salvando las distancias, a veces pienso que este fenómeno se ha trasladado a la ruta de festivales y conciertos que muchos de nuestros jóvenes –y no tan jóvenes– hacen habitualmente. Diría que para algunos casi parece una religión, con sus ídolos, sus mensajes, sus ritos, su comunidad y hasta su liturgia propia. Quiero suponer que el peligro de los coches y de las drogas es algo menor –pero existe, que conste–, y muchos acuden a estas multitudinarias citas con camisa hawaiana, labios pintados y purpurina, uniendo a grupos de veinteañeros y treintañeros –e incluso cuarentañeros– al ritmo de Leiva, Izal, o quién esté de moda en ese momento. Celebraciones de la vida, de la alegría y de las emociones, donde uno se lo pasa genial con los suyos, conoce gente y quizás encuentra al amor de su vida… o del fin de semana.
Todo evento cultural tiene un valor claramente positivo, por numerosos motivos. Y los conciertos los son. Y están fenomenal, insisto. Sin embargo, a veces me pregunto -sin ánimo de ofender- si detrás de estas rutas, en algunos casos, no se camufla un hedonismo social que paraliza el espíritu de la juventud, donde el pasarlo bien se convierte en la única motivación que orienta la vida. Y de esta forma, concierto tras concierto, festival tras festival, se alimenta una adolescencia disfrazada de eterna juventud, negándose a poner un punto final y pasar página así hacia la adultez, donde conviene tomarse la vida algo más en serio.