Hace unos días se celebraba en Badalona una convención organizada por una determinada empresa, una academia que supuestamente enseña a invertir en criptomoneda y que está siendo investigada por estafa. Lo cierto es que a este acto han acudido miles de jóvenes que ya están sumergidos en este «negocio», seducidos por la idea de hacerse ricos en poco tiempo.

Muchos padres de estos jóvenes han bautizado a dicha organización como criptosecta. «Han lavado el cerebro de nuestro hijo», «mi hija se comporta de otra manera», «se convirtió en otra persona» o «se ha olvidado de su familia, de su grupo de amigos. No sé ni dónde vive…» son algunas de las denuncias que hacen las familias. La cuestión es que dicha empresa vende unos cursos para desarrollo personal que no son más que métodos de captación de jóvenes para dicha organización, unos métodos que recuerdan mucho a los de una secta. Los captados, a su vez, aprenden a captar más jóvenes para la red, seducidos por la promesa de ganar grandes sumas de dinero, ciegos ante la separación que la organización poco a poco va sembrando entre ellos y sus familias.

Cuando leí el artículo no pude evitar acordarme de los jóvenes que frecuento en mi trabajo. ¿Por qué puede estar pasando un joven de estos para ser embelesado por una organización así? ¿Qué vacíos, qué carencias encuentra en el mundo que le rodea como para que tome un camino que lo aleja poco a poco del mundo real?

A mi mente vienen los rostros de algunos de esos jóvenes. Son rostros enfurruñados, de miradas enojadas con el mundo, de rebeliones absurdas e inútiles que acompañan con gritos y malos modos. Son jóvenes que pasan la mañana tirados sobre el pupitre, vagueando, arrastrando la mochila y los pies, sin un propósito ni una motivación. «Carne de cañón» de la que se alimentan estas nuevas sectas.

Pero todo esto me lleva a poner la mirada en nosotros, los adultos. ¿Qué no les estamos ofreciendo? ¿Qué mensajes de los que emitimos no les llegan? ¿O es que, en verdad, no emitimos ninguno? A lo mejor ni nuestras palabras, ni nuestros gestos, ni siquiera nuestro estilo de vida son llamada que ofrezca una alternativa hacia algo más humano y pleno. A lo mejor no destellamos la alegría de quien sabe (porque lo ha probado) que la felicidad reside en otros temas: en la cercanía al prójimo, la construcción conjunta del bien común, el servicio a los más desfavorecidos, el perdonar y haberse sabido perdonado.

Probablemente, este malinterpretado «respeto a las libertades» que hoy practicamos nos ha dejado mudos para hablar de Quien es capaz de dar sentido y valor a todo. No nos atrevemos a hablar de este Alguien que enseñó que solo dando la vida es como se gana la Vida, que no hay camino fácil si lo fácil excluye el esfuerzo, la voluntad y el sacrificio. Y esta cobardía por nuestra parte, este no saber (ni querer) anunciar la Buena Noticia, nos ha teñido de un gris que nos camufla en «lo que agrada a todos», en lo políticamente correcto. Y así, claro, ¡cómo vamos a parecerles auténticos! Quizás es por todo esto por lo que terminan metiéndose en una «cripta» que promete mucho y no ofrece nada, en vez de seguir el ejemplo de Jesús resucitado, que salió de la cripta de la muerte para demostrar que la Vida Verdadera no puede ser destruida por nada ni nadie.

Te puede interesar