¿Perro-flautas violentos, o luchadores con causa? ¿Policía represora o defensa del orden? ¿Pose o convicción? ¿Desorden o lucha? ¿Convicción o nueva anarquía?
Las protestas en Hamburgo contra la reunión del G-20 aglutinaron, la semana pasada, a muchos miles de personas. En la prensa aparecían descritos como anti-globalización, coreaban consignas anticapitalistas, y la policía (reforzada con miles de agentes de distintas localidades) se aplicó con esfuerzo para neutralizar sus protestas y que no afectasen al transcurrir de la cumbre.
Es un escenario que se va repitiendo una y otra vez en las cumbres del G-20, el G-8 o diversos foros en los que se junten las máximas autoridades de los países poderosos. Y, como es un guión familiar, ya ni le prestamos atención: los anti-sistema protestan, y el sistema los reprime. Quizás en algún momento inquieta ver que la virulencia de los enfrentamientos aumenta de convocatoria en convocatoria, pero, no nos engañemos, cada uno tenemos hecho nuestro diagnóstico: para unos, la protesta es expresión necesaria de libertad y descontento de buena parte de la población, reprimida por fuerzas del orden que están al servicio del poder; para otros, esos encapuchados armados con palos y botellas incendiarias son el ejército contradictorio y violento de los perro-flauta, que utilizan para sus fines los mismos medios de la globalización que pretenden derrocar. Una vez terminado el encuentro, todos a casa, y hasta la próxima.
Sin embargo, habría que intentar salir de análisis tan maniqueos, de héroes y villanos… ¿Hay que ser anti-sistema para cambiar lo que no funciona de un sistema? ¿Nos ofrece la democracia que tenemos posibilidades reales de incidir y transformar las estructuras sociales, económicas y políticas? ¿El verdadero poder –económico– supera de tal modo los marcos institucionales que no hay manera de embridarlo? ¿Sirve a alguien que un ejército de descontentos queme todos los contenedores de una ciudad? ¿Nos hemos adormecido, la mayoría, aceptando las grietas de un sistema que cada vez deja más víctimas, más desigualdad y más riqueza concentrada en las manos de los mismos? ¿Se puede cambiar desde dentro un sistema que se critica, o hay que tomar distancia, y desde fuera intentar transformarlo?
Y como cristianos, ¿dónde debíamos haber estado en Hamburgo? ¿Del lado de los que protestan o de los que mantienen? Más aún, ya sea a un lado o a otro (o en ambos), ¿cómo deberíamos estar? ¿Criticando, proponiendo, denunciando, anunciando, construyendo la paz, echando a los mercaderes del templo, a distancia como espectadores, o buscando alternativas reales?
Mientras las noticias no nos lleven a hacernos preguntas, y después a tratar de responderlas, estamos condenados a ser solo números en las encuestas de la vida pública…