Hay personas que con su sola presencia son capaces de sacar lo mejor de los que tienen cerca. Y no hablo solo del modo de jugar al fútbol, que también. Sino por su modo de hablar, de actuar, de callar y de tratar a los demás. Hace unos días Andrés Iniesta –querido y aplaudido en casi todos los estadios del mundo– anunciaba entre lágrimas que dejaba el club de su vida, sencillamente porque veía que ya no daba su mejor versión. Personalmente me sumo a lista de aficionados que descubren en el jugador del Barça alguien más que un extraordinario futbolista.

No exagero si digo que últimamente tengo la sensación de que el mundo está cada vez más perdido. Que cuanto más progreso conseguimos, más animales nos volvemos, que lo ejemplar a veces se mezcla con lo mezquino y que las emociones, las ideologías y el grito tienen más peso que la palabra y la verdad. Que en el fondo de las discusiones –ya pasen por el deporte, lo personal, la política, la actualidad…– subyace una lucha de egos donde el argumento se convierte en una carcasa cada vez más vacía de humanidad. Parece que el mundo avanza sin saber muy bien hacia dónde, cómo ni por qué.

Hay muchos modos de ir por la vida. Iniesta eligió entre muchas posibilidades el camino de la humildad y de la sencillez. Conozco muchas personas que también lo son, pero quizás su clave está en demostrar que su modo de vivir no está reñido con ser excepcional, ambicioso –en el buen sentido de la palabra– y una sana referencia para mucha gente. El mundo sigue necesitando ejemplos capaces de brillar en su disciplina, no solo por sus jugadas sino por sus destellos de humanidad.

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