Es una pena que la rivalidad deportiva no se quede reducida a competiciones como la Copa del Rey que se zanja hoy, o la liga que se decidió hace unos días. O tantas otras. Ahí los tenemos. Messi por un lado, Cristiano por el otro. Y triquiñuelas evasivas por parte de ambos. Hoy se encierra al ex-presidente del Barcelona, quizás mañana un nuevo caso de corrupción salpicará al Madrid. Los escándalos se alternan con los éxitos deportivos y la misma persona que nos deslumbra en el terreno de juego nos abochorna con un paseíllo de película camino del juzgado. Soto del Real aparece tanto o más en Deportes Cuatro que la mayoría de los estadios de nuestro país y cada vez más es complicado encontrar grandes deportistas o artistas libres de sospecha.

En el caso del político estos casos son razón suficiente para terminar con una carrera por deslumbrante que pudiera ser. Un representante de los ciudadanos ha de ser ejemplar en el espacio público y privado. Sin embargo, cuando estos son deportistas de élite o artistas nuestro juicio implacable parece temblar, al menos si es de nuestro equipo. Una parte de nosotros nos lleva a justificar el doble rasero, que salva al ídolo de masas y minimiza a la persona, y con ello toda su miseria.

Puede que detrás de esto perviva nuestra tendencia a vivir fraccionados. Esa costumbre que tanto critican las madres de ser amable con los de fuera y tirano con los de casa, de ser devoto en la capilla y un lobo en el trabajo, austero con los pobres y derrochador en el centro comercial. No se trata de abrir el debate de si se debe juzgar al autor por su obra o por su vida, tampoco de renunciar a todo por ausencia de virtud, pero sí conviene recordarnos que Dios nos da una conciencia para todas las situaciones, no varias conciencias para según qué aficiones.

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