Una de las películas más impactantes de finales del siglo XX es «Seven». Relata la investigación de dos policías buscando a un asesino en serie, que tortura y asesina a sus víctimas a modo de castigo por sus pecados capitales (que recordemos, son: pereza, gula, lujuria, avaricia, soberbia, envidia e ira). Al final de la película (viene «spoiler») el protagonista descubre que su propia esposa es la última víctima del asesino. Pero cuando le ajusticia con la misma moneda, entendemos que se ha cerrado la trampa: el asesino ha recibido el castigo por su envidia secreta al protagonista, y la muerte de su mujer se convierte en el castigo anticipado por su ira.
Esto me viene a la cabeza al ver que empezamos el año con bronca (¿no?). En un ambiente de polarización, cada vez se oye hablar más de «discursos de odio». Es cierto que desgraciadamente, hay mucho odio en el mundo. Aunque curiosamente, los que más sacan la tarjeta de «discurso de odio» para silenciar a los demás, son los que durante mucho tiempo han rechazado todo discurso sobre la moral. El humanismo cristiano ha propuesto tradicionalmente una moral de virtudes, siendo el amor (o la caridad) la mayor de todas, de la que se desprenden el resto. Y el amor no es otra cosa que lo opuesto al odio. Pero hemos acabado renunciando a hablar de ideales, moral y virtudes, porque supuestamente son una imposición o una carga insoportable. Hemos llegado a la paradoja de rechazar la propuesta del amor, la verdad y las virtudes, porque hay quienes lo han querido meter en el saco de esos «discursos de odio» que resultan opresivos. Y habiendo silenciado (o ridiculizado) al auténtico amor, algunos se escandalizan de verse rodeados de odio.
Entre lo cómico y lo dramático, los mismos que pretenden defender a ciertas sensibilidades contra los discursos de odio, son aquellos que jalean o se esconden detrás de las mujeres y hombres de paja que se burlan de lo cristiano, esta vez bajo la bandera de la libertad de expresión. Sin embargo, aunque sea una falta de respeto inaceptable, no me parece inteligente entrar en ese juego de denuncias, que lanza la etiqueta de «odio» para silenciar a la otra parte. Por un lado, porque hay quien cambia las reglas del juego a su favor. Por otro lado, porque es entrar en esa lógica maximalista del lenguaje, que no admite gradaciones ni matices, y que genera polarización. Es entrar en su juego, es caer en la trampa.
En lugar de ello, hablemos de las auténticas virtudes, que son el justo medio entre extremos. Entre otras cosas, para construir una sociedad mejor para todos, más respetuosa y dialogante, y menos crispada. También para reconocer y ayudar a las auténticas víctimas, y no estar a merced de aquellos que reparten los carnés de víctima y de «odiador» a su conveniencia. Pidamos, sobre todo, las virtudes que proceden del Corazón de Jesús.