No consigo quitarme de la cabeza la idea de que hay gente que se merecería que la embadurnasen de alquitrán, la rebozasen de plumas y la tirasen al río (sin ahogarse, claro). Y cada vez que veo un telediario, y me asaltan imágenes de mangantes, corruptos, abusadores y energúmenos varios, la palabra “escarmiento” me viene a la cabeza. No es por venganza. Incluso, desde la fe, pienso –de veras- que hay que ser benévolos, caritativos y misericordiosos. Pero es que me enerva la impunidad, la injusta justicia que castiga a los pobres, pero no tanto a los ricos, la hipocresía con que se justifica lo deshonesto y la facilidad con que la lógica de la mangancia se extiende. Me aterra leer que el crimen es lo más globalizado de esta aldea global. Y me asusta ver cómo cierta dosis de amoralidad permea muchas esferas de la vida y muchas decisiones cotidianas (las que nunca saldrán en los titulares). Me estremece pensar que tal vez el umbral de lo lícito y lo ilícito se nos vaya difuminando a todos un poco, a base de ver que aquí el que no corre vuela, muchas veces entre sonrisas de autosatisfacción, teatrales proclamas de dignidad y exigencias de ética en el ojo ajeno.
Es hora de recuperar y pelear por valores, valores que habremos de exigirnos primero a nosotros mismos. Valores que no sean armas arrojadizas, sino herramientas para levantar espacios humanos donde puedan acampar la dignidad y la justicia. Y esto por respeto a las verdaderas víctimas de estas historias, que son quienes siempre pagan los platos rotos.