Hace unos domingos, al escuchar el Evangelio de los «jornaleros de la hora undécima» (Mt, 20), volví a disfrutar de las cientos de lecturas que uno puede hacer sobre ella. Dado lo impreciso de cada personaje, sabemos apenas nada de ellos, cada uno de nosotros podemos imaginar su contexto y darle una explicación a la benevolencia del dueño de la vid, buscando algo que nos justifique en nuestros comportamiento de «justicia limitada». Aunque al final debemos reconocer que la justicia y la bondad de Dios no son las nuestras.
En un siglo XXI, donde muchos cristianos elevan la queja cotidiana de la secularización de la sociedad occidental, sobre todo la europea, lecturas como estas demuestran que si bien el cristianismo no es «religión oficial», ni falta que hace, muchos de los valores que el Evangelio ha inculcado por siglos en nuestra sociedad siguen vigentes en muchas de las políticas públicas. ¿No es ese concepto de equidad de nuestro estado del bienestar sino una aproximación al Dios de una bondad y justicia contraculturales descrito en Mateo 20?

Esta semana una vecina, al saber que en un piso de acogida a personas en situación de vulnerabilidad social tenían una trabajadora contratada para preparar la comida y limpiar la vivienda, me decía: «¡Y encima les dan todo hecho!». Me recordó a ese manido bulo que circula en redes sociales de que «los inmigrantes» (sustituido a veces por «los gitanos») se quedan con todas las subvenciones y consumen los recursos del estado del bienestar que otros (casualmente los de los nuestros) generan con sus impuestos. Más allá de la falsedad de tal afirmación (hay estudios económicos que lo desmienten), lo que esta actitud xenófoba denota es que el mensaje del Dios de bondad y justicia descrito en Mateo 20 no ha calado en muchos de los que nos consideramos cristianos.

Las personas desfavorecidas, las que están en riego social o sufren exclusión, las que han cruzado las fronteras de su país en busca de un hogar o simplemente de vida, incluso quienes han perdido un empleo asalariado, o un trabajo como autónomo, son sin duda esas personas de la hora sexta o undécima, que puede que no estuvieran a la mañana temprano disponibles (quién sabe las causas, ajenas o propias a su voluntad) pero que buscan en la calle un mano que les ayude a vivir más dignamente.

Si queremos que nuestra sociedad sea más evangélica, gobierne quien gobierne, deberíamos valorar en su justa medida aquellas decisiones políticas que nos recuerden que la justicia y la bondad no deben basarse en criterios cuantitativos, sino dar a cada uno lo imprescindible para vivir, haya aportado a la sociedad desde el amanecer, al medio día o al caer la tarde. Nunca sabremos por qué el amo los contrató antes o después, pero lo evangélico siempre será darles los suficiente para salir adelante. La propia Agenda 2030 de las Naciones Unidas se impregna de esos valores cuando parte de la premisa de «No dejar a nadie atrás», sean quienes sean y vengan de donde vengan.

Frente a nuestra justicia limitada por ese «no se lo merece» o «es lo que le corresponde» cabe la de un Dios de bondad que se revela y dice: «Toma lo tuyo y vete, yo quiero pagar a este lo mismo que a ti». Por eso me atrevería a responder a mi vecina: «¡Qué bueno que se lo den todo hecho, yo de momento no lo necesito!». Que la generosidad no provoque más envidias.

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