Hace un tiempo tuve una conversación con una voluntaria del programa de acogida Hospitalaris que en ese momento yo estaba coordinando. Se trata de una madre de familia (matrimonio con tres hijos pequeños) que llevan más de tres meses acogiendo en su casa a una mujer refugiada con sus niños de 4 y 8 años. Para mí el testimonio de este matrimonio, por su acogida y dedicación, está siendo realmente ejemplar. No sólo ha supuesto hacer espacio en casa y dar de comer a tres personas más, sino que también han dedicado horas y preocupaciones en hacerles sentir bienvenidos y en ayudarnos a gestionar muchas de las necesidades administrativas y sociales que tienen. Por ejemplo: han sido esenciales en el conseguir escolarizar y encontrar colegio para los niños, les han acompañado a diferentes citas y entrevistas para ayudarles a comprender la lengua, les ha tocado ir con ellos a urgencias tantas veces como han necesitado debido a los problemas de salud que arrastran por la situación que les ha tocado vivir los últimos años…

En dicha conversación esta mujer me contaba cómo esta experiencia de acogida les estaba cambiando la vida, y cómo el acompañar y gestionar tantas cuestiones sociales y necesidades de la familia le llevaba a replantearse su carrera profesional. Dedicada por un par de décadas a trabajar en el mundo de la abogacía durante horas y horas diarias en un importante bufete, había conseguido alcanzar la dirección de un departamento. Sin embargo, la experiencia vivida durante últimos meses estaba alimentando su fe y despertando un grito que llamaba a que su vida laboral tuviese en cuenta las muchas necesidades y problemas que atañen a tantas personas en nuestras ciudades. A pesar de su éxito profesional, de su estabilidad y de ser madre de tres hijos todavía pequeños, ella lo planteaban como un cambio profesional dejando su trabajo y dedicándose a algo «más social».

No puedo negar que su confesión me impresionó y, de alguna manera, me alegró. Pero también me hizo pensar en la manera en que nuestra fe nos pide una vida acorde con la lucha por la justicia y con el servicio a los últimos, y cómo esta exigencia se encarna en nuestras vidas. Porque no puede ser que nuestro compromiso cristiano pase, inevitablemente, por llevar a cabo sólo un puñado de trabajos determinados. Toda realidad está impregnada de semillas de Evangelio, y toda labor realizada «por Cristo, con Él y en Él» es portadora de Salvación.

Creo que no nos la jugamos en el hacer un trabajo u otro, tampoco si entre medias de mis tareas cotidianas hay un espacio o tiempo para dedicar a los últimos –eso podría no ser más que un parche para calmar mi conciencia– sino que lo que está en juego es si en mis tareas, trabajos, ocio, relaciones, etc., mi corazón está orientado hacia Aquel que a todo da sentido. Hacer mi trabajo de manera distinta –más justa, más atenta en defender y servir a los últimos– pero sin necesidad de cambiar mi tarea concreta: así una abogada, como una arquitecta o una profesora, puede encarnar en su día a día ese compromiso por la justicia que brota de la fe. Me viene a la cabeza el ejemplo de amigo ingeniero, que se dedica a la investigación, que vive con profunda vocación su tarea investigadora sintiéndose llamado a que sus horas de trabajo y estudio sirvan para promover usos y consumos energéticos que ayuden al cuidado de la casa común.

Esto no quita que, evidentemente, algunos encuentren su vocación en dichas tareas “más sociales”; pero en esta diversidad de dones y carismas que constituye la Iglesia, no importa tanto los trabajos en sí, sino el cómo los hacemos y hacia dónde camina nuestra acción. Ojalá aprendamos a tener como horizonte en nuestra tarea diaria -sea la que sea y donde sea- el ayudar a construir ese Reino de Dios donde nadie estará excluido y a nadie le falte de nada.

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