En la ciudad en la que vivo hay muchas obras sociales, fundaciones, ONGs, etc. que trabajan con las personas más vulnerables y necesitadas. En el ámbito de migración y refugio prácticamente todas –si no todas– son o han nacido de iniciativas de ámbito eclesial. A mí esto me llena de cierto orgullo, pero no de una complacencia que me invite al estancamiento o dejar de aspirar a servir más y mejor.
Es muy normal que personas consagradas de distintas órdenes religiosas intenten buscar opciones para las personas necesitadas que les llegan, y así llaman a unas entidades u otras, a unos conocidos u otros. El otro día, tras hablar por teléfono con un fraile, este me envió una pareja de refugiados colombianos que andaban perdidos en cuanto a cómo comenzar los procedimientos legales y dónde acudir para ser acogidos como refugiados. Yo les escuché, les expliqué y les advertí de las listas de espera de los distintos recursos de acogida en la ciudad. La noche del día que les entrevisté era la última que tenían asegurado un techo donde dormir, y ante la ausencia de red social o familiar que les apoyase, empezamos a ver la difícil situación que se les abría por delante.
Parte de mi misión es «abrir puertas», es decir, conseguir familias y comunidades que se atrevan a acoger personas migrantes y refugiadas que no tienen donde vivir hasta que puedan ser autónomos o hasta que puedan ser acogidos por algún programa oficial. Ante la ausencia de hogar para ellos, comencé por llamar al mismo fraile que me había enviado a la pareja. Le expliqué la situación, le expliqué que posiblemente tuviesen que pasar tres meses al menos para poder conseguir un albergue, y le planteé la opción de que su comunidad les abriese las puertas durante un tiempo, hasta que consiguiésemos albergue o algún otro recurso. Su respuesta fue rápida y escueta: «No ofrecemos esos servicios». Intenté explicarle que no llamaba a su institución u obra, sino a él como religioso que vive en comunidad. Me repitió: «No ofrecemos esos servicios».
Dicha frase me hizo pensar y mi cabeza comenzó a llenarse de preguntas: El trabajo por la justicia y la dignidad de las personas, lo que tradicionalmente llamábamos el ejercicio de la caridad ¿la estamos reduciendo a ofrecer ciertos servicios? ¿habremos fragmentado el servicio cristiano o las tradicionales ‘obras de misericordia’ a especializaciones que, según lugares, se ofrecen o no? ¿será que en el juicio final (Mt 25) el dar de comer, de beber, el vestir y el visitar son proposiciones disyuntivas entre las que se debe elegir?
No estoy juzgando la respuesta de mi hermano religioso, ni estoy en contra de que las obras sociales de la Iglesia hagan aquello que mejor saben hacer en vez de lanzarse a lo que no saben; también creo que el querer abarcarlo todo supone no hacer nada del todo bien y que, para muchas situaciones, la buena voluntad por sí sola es necesaria pero no es suficiente. Pero sí que me nacen interrogantes sobre el desde dónde y cómo nace nuestro deseo de estar al lado y de servir a los preferidos de Dios, y me nace la duda de si el dedicarnos a una cosa u otra nos sirve de excusa cuando Dios decide presentarse y llamar a nuestra puerta con un rostro o con una necesidad diferente a la que nos hemos acostumbrado o especializado en atender.
Supongo que esta es una más de las maneras que tiene Dios para sacarnos de nuestras casillas, invitándonos a no ser dispensadores de ‘servicios’ a modo de cualquier empresa, sino a hacer de nuestra vida ‘servicio’: del que supone quitarse el ‘manto’ que marca los ‘servicios que ofrecemos’, para ceñirse la toalla que atiende la necesidad que llama a nuestra puerta.