Estos días se ha hablado mucho en política sobre la justicia social, algo que vuelve recurrentemente, sobre todo en tiempo electoral. Para unos, la justicia social es una invención, que no sirve para nada, que estorba y que se convierte en refugio de ideologías. Y para otros es un punto más que necesario, rozando un absoluto y una bandera, con todos los riesgos, ventajas y desventajas, comprensiones, incomprensiones y reinterpretaciones que esto puede propiciar, olvidando en algunos casos el valor de la dignidad humana y del bien común y mezclando causas menos importantes, esto tampoco lo podemos olvidar…
Por mucho que se posicionen nuestros políticos, para los cristianos la justicia social es un irrenunciable, una consecuencia lógica de nuestra sana vivencia del Evangelio, una coherencia con nuestra fe que hace que el amor a Dios se traduzca en un amor al prójimo. Ya en en el siglo XIX, León XIII intuyó su necesidad y cada pontificado ha ido enriqueciendo la Doctrina Social de la Iglesia con bastante realismo a la luz de un mundo cambiante, defendiendo una comprensión universal de la persona y del bien común. Una visión del ser humano y de la sociedad que resulta bastante más misericordiosa, profética y profunda que la mayoría de las propuestas que nos venden las ideologías, dicho sea de paso. Por ello, requiere una defensa y una reflexión constante, para que no sea patrimonio ni bandera de políticos ni de intereses particulares.
Ojalá los cristianos seamos capaces de reconocer que la fe exige la justicia, y que la justicia necesita la fe, y que ambas son inseparables. Y que cuando se separan, suele haber problemas, tanto para unos como para otros. Y que en el fondo nace de comprender a cada persona como hijo o hija de Dios, y que cada vida humana está creada a imagen y semejanza de Dios, y esto ya le otorga a cada vida humana de por sí un valor infinito que nada ni nadie puede arrebatar, porque «os aseguro que lo que no hicisteis a uno de estos más pequeños no me lo hicisteis a mí».