Una reciente entrevista en un programa radiofónico nocturno con el humorista sevillano Manu Sánchez ha levantado oleadas de admiración por lo que dijo y cómo lo dijo: «Lo más duro de todo fue aceptar mi propia muerte. Es la gran pirueta psicológica. Darte cuenta de que esto se puede acabar en cualquier momento. Todos damos por hecho que vamos a tener hasta los 80 o 90 años para responder a las preguntas del examen. Empezamos por las tipo test y vamos posponiendo todo. Me he dado cuenta de que en cualquier momento te pueden decir: entregamos. Asumir mi propia muerte me ha hecho más fuerte. Que todo me importe un poco menos».

Sí, no cabe duda de que las personas que sufren enfermedades graves se acercan a ese misterio insondable que es la muerte. Hace falta quizá el testimonio valiente de alguien en esa situación (a la mañana siguiente se intervenía por tercera vez) para que nos zamarree de la confortable placidez con que vivimos la vida sin pensar en el día en que, como dice el cántico de Ezequías, nos hagan levantar y enrollar la propia vida como una tienda de pastores.

Decididamente, la muerte no figura entre las preocupaciones de quienes nos rodean. La evitamos mientras no estemos en esa situación que describe el rey de Judá en el libro de Isaías: «Día y noche me estás acabando, sollozo hasta el amanecer. Me quiebras los huesos como un león, día y noche me estás acabando».

Tarde o temprano todos tendremos que marchar hacia las puertas del abismo. Y conviene tener listo el examen del que hablaba Manu Sánchez para entregarlo cuando nos lo recojan. La mala noticia es que no sabemos cuándo sucederá tal cosa. La buena (excelente, diría yo) es que sabemos de qué va el examen: nos van a preguntar cuánto hemos amado.

 

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