Suena un poco dramático, pero es así. Algún día, todos nos vamos a morir. De hecho, es la única certeza absoluta que tenemos. Sin embargo, a pesar de ser algo tan cierto y que todos los seres vivos compartimos, no nos resulta fácil hablar de la muerte; si hace cincuenta años el tabú era el sexo, a día de hoy es la muerte. Como nos resulta tan complicado hablar de ella, intentamos suavizarlo utilizando palabras como ‘fallecer’, ‘dejar este mundo’, ‘irse’ o ‘apagarse’, entre otras muchas. Enfrentarse a la muerte no es fácil, pues nos asaltan las dudas sobre el sentido de la vida, qué pasará después, la vida eterna, etc. Como consecuencia de la dificultad de afrontar la muerte, hay gente que la ignora y vive con la sensación, especialmente si se es joven, de que esto va a durar para siempre, de que tendremos tiempo para hacer muchas cosas en el futuro… pero no. Porque la muerte es inevitable y nos suele sorprender. A veces incluso de maneras muy violentas.
Creo, no obstante, que los cristianos somos unos afortunados porque podemos mirar a la muerte de frente. ¿Por qué? Porque podemos mirarla con esperanza, con la certeza de que la muerte no es el final del camino sino la puerta hacia la vida eterna. Jesucristo nos precedió en la muerte, y volvió para decirnos que no tuviéramos miedo. El hecho de asumir con entereza que nos vamos a morir, nos puede ayudar a vivir de una manera más auténtica e incluso más alegre, pues nos conecta con nuestra realidad de seres finitos.
Podemos apuntar tres consecuencias positivas de asumir la muerte como parte de la vida. La primera es que la muerte nos hace vivir agradecidos: cuando tomamos consciencia de la muerte, nos damos cuenta de que estar aquí es un verdadero milagro que no nos merecemos, y que cada instante aquí debe ser vivido como un regalo y aprovechado, porque no sabemos cuándo se acabará. La segunda es que la muerte pone las cosas en su sitio: la muerte descoloca, sí, pero también recoloca. Recoloca porque nos hace darnos cuenta de qué es lo importante en nuestra vida y lo que de verdad merece la pena. Recoloca cómo nos relacionamos, cómo usamos las cosas, el dinero, nuestra soledad, etc. Y por último, la muerte nos ayuda a tomar decisiones y a comprometernos. San Ignacio de Loyola en los Ejercicios aconseja, como criterio para decidir, imaginarse justo antes de morir, «en el artículo de la muerte», y pensar qué decisión le gustaría haber tomado. Esa decisión lleva irremediablemente a un compromiso de por vida, puesto que el ejercitante se hace consciente de que la vida pasa, y pasa rápido, y no quiere quedarse a merced de sus apetencias sino que decide poner toda su vida en un proyecto que le dé sentido y lo implique totalmente.