«Cuando era niño, o simplemente adolescente, nunca me dormía por la noche sin pensar: Un día, hay que morirse.
Durante mucho tiempo me pregunté, imagino que como todo el mundo, de qué manera moriría.
Empezaba haciendo la lista de las enfermedades que no tenía, era lo más fácil. Y rápidamente la cosa se me empezó a escapar de las manos. Como pueden imaginarse, abandoné rápidamente mi enumeración. La verdad, había otras cosas que vivir.
Y luego, un día, vi muertos. Y me hicieron comprender que la muerte es un reto para la imaginación.
Muertos, como ustedes y como yo, los he visto de todos los colores.
Todos esos muertos me han enseñado una cosa paradójica, una cosa insoportable, y sin embargo irremediable: es que es menos doloroso pensar en la propia muerte que amar. Porque si viven nuestros cuerpos, es gracias al cuerpo del otro, del ser querido.
Amar es ser impotente contra el tiempo, y ser consciente de ello.
Amar es saber que el amor no tendrá más que un tiempo, el tiempo que dure la vida quizás, pero nada más que ese.
Amar es saber que si uno no muere el primero, verá morir al otro.
Que uno verá morir la vida y el amor en el otro, incluso antes de que el otro se muera. Y que al ver morir al otro, uno se morirá vivo.
¿Qué será de mi cuerpo cuando el otro ya no esté? ¿Qué será de mi vida? ¿Qué será de tu cuerpo cuando yo haya desaparecido?
No lo sé, eso mis pacientes no me lo han enseñado.
Me han enseñado que existen todas las razones del mundo para tenerle miedo a la vida, ninguna para tenerle miedo a la muerte».
Martin Winckler (Las confesiones del doctor Sachs)