Tengo una amiga a la que pocos días antes de celebrar su 30 cumpleaños le diagnosticaron cáncer.

De la noche a la mañana, sin sala de espera en la que poder aclimatarse a la nueva situación, su vida transcurre ahora entre quimio y quimio. Cada quince días un nuevo chute.
 
Aunque cada ciclo tiene algo de imprevisible, ella ya tiene comprobado que, normalmente, los dos primeros días después de la quimio son malos pero soportables; los tres o cuatro siguientes son horribles; y después la cosa va aminorando paulatinamente hasta que cuando vuelve a encontrarse bien, le toca quimio de nuevo. En resumen: que de los 15 días que dura el ciclo, mi amiga ha aprendido (porque no le ha quedado otra) a exprimir al máximo los siete días en los que se encuentra relativamente bien.

A veces (casi siempre, en realidad) damos por hecho que lo normal es estar sano. Enfermos están otros, pero nosotros tenemos por delante la vida entera y podemos hacer con nuestro tiempo lo que nos dé la gana.

Esto no es así. En la teoría lo sabemos, pero en la práctica nos cuesta aceptar que nos vamos a morir, que el tiempo no nos pertenece. Sin embargo, la muerte es la única certeza que tenemos al nacer. Y, además, no hemos firmado ningún contrato que garantice que nos iremos al otro barrio a los 90, tras un catarro fuerte pero indoloro, tumbados en la cama y rodeados por nuestros seres queridos. La muerte puede llegar en cualquier momento.

Ante su amenazante (tanto como inexorable e imprevisible) venida, es inevitable preguntarse: ¿estoy amando todo lo que puedo amar? Porque ya lo dice san Juan de la Cruz: «al atardecer de la vida, nos examinarán del Amor».

 

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