En primer lugar, porque es una novela de una belleza realmente extraordinaria, que nos lleva a un mundo ya perdido, anterior a la industrialización y a la tecnología, el mundo rural inglés del siglo XVI. Y lo hace de la mano de un personaje magnético, Agnes, la madre de Hamnet, con su forma de habitar la realidad desde percepciones e intuiciones que quizá están todavía dentro de nosotros, pero con frecuencia olvidadas o adormecidas.
La novela habla con verdad de la experiencia de la pérdida del hijo, entre las más duras que pueda vivir una persona. Nos introduce con dramatismo y tensión en los momentos previos a la muerte de Hamnet, alternándolo con la historia del encuentro de los padres, las dificultades vividas, los prejuicios contra ella, la violencia del padre de él. Pasada la primera parte, se adentra con tremenda profundidad espiritual en la elaboración de la pérdida por parte de Agnes y su marido, cada uno con sus armas, cada uno desde el lugar que puede metido en esa búsqueda del niño perdido.
En lo profundo de la primera parte y de la segunda acabamos descubriendo una lógica que nos resulta familiar a los que creemos en Jesús: la cúspide del amor es desear intercambiarse por la persona amada en el momento de su muerte, dar la vida por aquellos a quien se ama.