Esta vez no puedo resumirte el argumento del libro, pues mataría su lectura. Tan solo te puedo decir que es un oasis de vida en medio de un entorno de muerte, con un final catártico. En el libro es una alambrada de verdad la que separa a Bruno de su amigo Shmuel; en nuestros días siguen siendo muchas las alambradas reales o virtuales que nos separan a unos de otros: la nacionalidad, la lengua, la clase social, la cultura, la ideología, el color de la piel, el acceso a los bienes necesarios, a la información o el conocimiento… Tal vez, nuestra tarea, como la de los jóvenes protagonistas de la historia, sea la de ser exploradores o buscadores de caminos nuevos que nos acerquen y encuentren, poniéndonos cada uno los zapatos del otro.
“Lo siento mucho, Shmuel –repitió con voz clara-. No puedo creer que no le dijera la verdad. Nunca le había vuelto la espalda a un amigo mío. Me avergüenzo de mí mismo, Shmuel. [ ] Shmuel sonrió y asintió con la cabeza. Entonces Bruno supo que lo había perdonado. A continuación, Shmuel hizo algo que nunca había hecho: levantó la base de la alambrada como hacía cuando Bruno le llevaba comida, pero aquella vez metió la mano por el hueco y la dejó allí, esperando a que Bruno hiciera lo mismo, y entonces los dos niños se estrecharon la mano y se sonrieron.[ ] Era la primera vez que se tocaban”.