La mujer adúltera es uno de los pasajes más desgarradores del Evangelio. Lucas narra la escena con maestría, de manera casi cinematográfica: al amanecer Jesús está enseñado en el Templo cuando de repente se ve interrumpido por un grupo de fariseos. Traen una mujer a la fuerza: han cazado a una adultera. Y vienen con una pregunta –cruda, fría–: «La ley pide que la lapidemos. Y tú, ¿qué opinas?»

La escena es estremecedora: Jesús a un lado. Los fariseos a otro. Y en medio una mujer sollozando, avergonzada y muerta de miedo. Los fariseos son el orden social. La mujer es el desorden, el error. Pero ella es una excusa: a esos hombres de la ley les da lo mismo la suerte que corra, a quien le tienen ganas de verdad es a Jesús. Ella es un instrumento que se van a llevar por delante con tal de conseguir su objetivo.

En las últimas semanas asistimos a un acalorado debate sobre la llamada «ley trans», aprobada recientemente por el Consejo de Ministros. Al final, como tantas otras medidas, la ley se ha convertido en un arma arrojadiza entre los distintos partidos. Cada uno ha instrumentalizado el debate a su manera, aumentando, más si cabe, el clima de crispación y enfrentamiento.

Me pregunto si algún parlamentario o senador habrá dialogado cara a cara con una persona transexual. Me temo que todo este lío solo es otro episodio en la lucha de poder. Da la impresión de que hay mucho de teatro, que el verdadero problema son las encuestas y la intención de voto y no las personas afectadas por la medida y sus familias. Su dolor y sufrimiento son los «daños colaterales» de una lucha donde el poder es el objetivo y el bien común una utopía.

Recuerdo haber hablado hace años en mi ciudad con algunas personas transexuales a los que el rechazo de su ambiente había acabado destrozando su vida: rotos y solos, muertos de frío, deambulando por la noche en el casco viejo de cierta ciudad andaluza. Y tengo una imagen grabada a fuego: a primera hora de la mañana, cuando la ciudad despertaba, antes de ir a casa muchos de ellos entraban en una Iglesia para rezarle –y llorarle– a un conocido Cristo. En Él –decían– era el único en el que de verdad confiaban, quien «nunca les miró con cara de asco». Estoy convencido de que Él les decía cada mañana lo mismo que siglos atrás le dijo a la mujer adúltera aquella fría mañana de Jerusalén: «nadie te ha juzgado».

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