A veces me entristece la percepción que tiene la sociedad sobre los creyentes. «Ah, vosotros sois los que imponéis el celibato vitalicio a los homosexuales», «ah, vosotros sois los que no dejáis comulgar a los divorciados casados en segundas nupcias», «ah, vosotros sois los que dejáis a las mujeres para meras labores de apoyo dentro de la Iglesia» … y así. De igual manera, me entristece (aún más, si cabe) comprobar que estos estereotipos (y otros) se acercan peligrosamente a la realidad en ciertos sectores de la Iglesia. Me entristece, y creo hablar en nombre de los jóvenes, ver cómo en determinados temas la doctrina se aleja del Evangelio.

Me da pena ver que se acaba revistiendo tanto el mensaje que este acaba siendo una pantomima de sí mismo. Por intentar buscar un camino de perfección que, dicho sea de paso, poco tiene que ver con el camino de la santidad y menos aún con el de Cristo, lo principal se acaba convirtiendo en accesorio y la norma le acaba ganando la batalla al amor. Se extraen cosas periféricas del mensaje y se acaban convirtiendo en núcleo insustancial de moralismos, enjuiciamientos y debates absurdos. Demasiadas veces aquella Buena Noticia queda sepultada bajo las piedras que lanzan los puros, los perfectos, los inmaculados.

Y es que, seguro que no hay mala intención detrás… tan solo estrechez de miras. Una fe entendida únicamente desde el cumplimiento, desde la superioridad moral de la observancia estricta de la ley y no desde el amor del Evangelio. Una fe que divide al mundo en buenos y malos, puros y pecadores, no entiende el camino de la conversión.

Me sorprende ver cómo muchas veces el Evangelio queda relegado a un segundo plano, en favor de la doctrina. El catecismo es la concreción de la búsqueda de la Verdad, contextualizada en una época y una cultura determinadas. Sin embargo, guiarse únicamente por el catecismo se queda estéril, si no se contrasta una y otra vez con el Evangelio y con la vida diaria de las personas, que plantea nuevos problemas y situaciones para las que quizás en otros momentos no hacían falta respuestas. Jesús no vino a ofrecer una serie de normas de estricto cumplimiento, sino que vino a liberar. La lógica del Evangelio nos dice que podemos vivir una Vida, con mayúscula. Vida que se da hasta las últimas consecuencias, hasta pasar, si hace falta, por la cruz, dando la vida por el prójimo. Jesús ofrece una felicidad basada en el encuentro, la entrega incondicional hasta agotarse y el acompañamiento del otro. Felicidad entendida como historia vivida y compartida. Nos da la opción de volar en lugar de andar. No hay ley ni norma que contemple esto.

Es más, a menudo, la vida cotidiana de las personas se aleja de este camino de observancia estricta de la norma. Pongo el ejemplo que he escuchado decir a mi madre en multitud de ocasiones: «si tuviera un hijo homosexual que ama a su pareja, ¿quién soy yo para juzgarle con dureza o para exigirle que no pueda manifestar ese amor? Si yo soy débil y pecadora, y pienso así… Dios que es un padre muchísimo más bueno que yo, no debe de pensar muy distinto».

Efectivamente, la ley fue concebida para servir al hombre y no al revés… y me parece que, cuando en el seno de una Iglesia que se supone que es madre, dejamos personas al margen (como los leprosos, los enfermos y los pobres de tiempos de Jesús, sentados al borde del camino, esperando que alguien los mire) algo estamos haciendo mal. La ley le gana la batalla al amor, al encuentro… pero la ley se queda corta.

Ante estos, podemos llamar, vacíos legales que se dan en la cotidianidad de tantas vidas ¿qué nos queda? ¿El moralismo de turno, juicio y posterior condena? No. Queda lo que ha estado presente siempre: el Amor del Evangelio. Ante el silencio de la norma, palabra que provoque. Ante el rechazo de los ‘justos’, el abrazo de los humildes. Ante la rigidez del dogmatismo, la búsqueda de una lógica diferente, que acepte y acoja. Ante la impersonalidad de la doctrina, poner nombre, rostro y contexto al que sufre. En definitiva, donde hay vacío, poner vida, amor y propuesta firme.

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