«Los que prendieron a Jesús le llevaron ante el Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos».
¿Qué pasa, Caifás? ¿Por qué estás tan enfadado con Jesús? ¿Por qué perseguirle a muerte? ¿Por qué vas a forzar a Pilatos para que le condenen? ¿Por qué te sientes tan amenazado?
Caifás es piadoso, cumplidor, tan perfecto… ¿Por qué este Jesús era tan peligroso para él? Tipos extraños con pretensiones mesiánicas había muchos. De vez en cuando surgía alguno de esos personajes pintorescos que pronto pasaban al olvido. Pero este Jesús era distinto. Amenazante porque cuando hablaba la gente se sentía tocada en lo más hondo. Amenazante porque el Dios que proponía no exigía una ley, no distinguía puros e impuros, hablaba de «perdón» y no de «castigo». Caifás tuvo miedo. Miedo del cambio. Miedo de una verdad que haría tambalearse demasiadas cosas. Miedo de tener que mirar a la gente de igual a igual, y no desde arriba. Miedo de un Dios que no cupiese en los límites cómodos de un libro. Tal vez miedo de VIVIR… Y ante esa verdad desnuda y nueva, se rasgó las vestiduras escandalizado.
- ¿Cuántas veces nos escandalizamos nosotros por cambios, por reformas, por propuestas que pueden desinstalarnos?
- «¿A dónde vamos a ir a parar?» dice mucha gente ante nuevos planteamientos…
- ¿Qué va a pasar con la «tradición», con lo que siempre se ha hecho?
- ¿Tal vez no estaría de más contemplar, una vez, de nuevo, la verdad desnuda de un Jesús que abraza a todos, que se ríe de los que se autodenominan perfectos, que habla de un Dios que es padre?
¿DUERMES?
¿Duermes, alma mía? ¿Te has acostado ya?
Llueve y estoy solo y aburrido.
No quise molestarte.
Te había visto leyendo a la luz de la lámpara
y no me di cuenta
cuándo cerraste la ventana
que da hacia el jardín,
la ventana abigarrada por las sombras y por la luz.
Golpeé suavemente el vidrio,
volví a golpear más fuerte
y luego entré en tu habitación.
¡Qué limpieza y disciplina!
El libro estaba abierto por una página blanca.
¿Qué estabas leyendo en un libro sin palabras?
La cama la encontré arreglada.
La sábana nueva, la almohada fresca.
¿Adónde te habías ido?
¿Dónde andas de noche solitaria?
El calzado también es nuevo
y aquí no hay nada que limpiar.
Usas una camisa de piedra
y ciñe tu cintura una soga de plata.
No tienes sudor, ni polvo, ni saliva.
Un alfiler pincha mi corazón vencido,
¿acaso eres un médico sin remordimientos,
tal vez un clavo del Crucificado
o una espina de su corona?
¡Ven a casa, alma mía!
¡Tráeme hierbas curativas, alma mía!
¡Cúrame, alma mía!
Tudor Arghezi