Cuando pienso en bicicletas siempre pienso en verano, en plazoletas redondas en las que pedalear en círculo una y otra vez hasta que el cansancio y la sed te pedían parar, en el viento fresco en la cara… y en las risas, muchas, muchas risas. Por eso, cuando el otro día vi en la tele la siguiente noticia, rápidamente me invadió una oleada de ternura: «El ‘Ángel’ de las bicicletas, de Salamanca, pero actualmente viviendo en Zaragoza, se dedica a arreglar gratuitamente las bicicletas de los niños del barrio», decía la presentadora del noticiero, y un pellizco de emoción se me prendió en el corazón. Aquella noticia acerca de un señor jubilado que, tras pasar su vida en su pueblo salmantino cuidando a su madre en el campo, se afinca en Zaragoza y monta aquel taller de bicicletas, hizo que se me saltaran las lágrimas. Y en sí la noticia no es que sea el preludio de la paz en el mundo, ni el anuncio del fin del hambre o de la cura de todas las enfermedades. Pero ese pequeño acto para mí fue lo más luminoso que había visto en los últimos tiempos.
Este «mecánico de bicis» improvisado, llamado Ángel de Arriba (¡qué nombre tan bien puesto!) decía que los días de más trabajo eran los lunes, «porque las rompen los sábados y los domingos». Imaginaba yo la puerta de aquel modesto tallercito invadida de niños y niñas con sus bicis maltrechas (que si el freno roto, o la cadena salida, o una rueda pinchada), con las caras llenas de ilusión sabiendo que su bici volvería a rodar como si nada gracias a las manos de este señor. Sí, no lo niego, una pastelada de noticia, una cursilería para muchos. Para mí, la prueba de que la ternura y la generosidad son lo que necesitamos para «seguir siguiendo» adelante.
No sé ustedes, pero yo me descubrí hambrienta de noticias que nos hagan creer en los pequeños detalles. Esos insignificantes gestos que pasan desapercibidos, pero que, en un momento determinado, pueden significar el mundo para alguien, la recuperación de la sonrisa, la ilusión reparada, la renovación de una fe que, a fuerza de tanta mala noticia, se nos ha debilitado.
«El Ángel de las bicicletas», no sé por qué, me recordó al Jesús de Nazaret niño. Quizás porque conectó con mi infancia, en la que estuvo muy presente este Jesús criado por un carpintero, José. Estoy segura de que de él aprendió el misterio callado del día a día, el gusto por un trabajo bien hecho aunque fuera el más campechano, el servicio humilde sin rimbombancias, la alegría de saberse en esa cotidianeidad sostenido en manos de un Dios que no quiso riquezas para su Hijo, sino aquella llana rutina cargada de sentido.
Mi primera bici era azul. Me recuerdo a mí misma pedaleando como loca sobre ella cuando un verano, en un pequeño pueblo de la sierra de Cádiz, aprendí a no llevar ruedines. Imaginaba que aquella bici era mi caballo, blanco y de larga y sedosa cola. Él siempre me llevaba a donde yo le pedía. Sin limitaciones, sin peros ni temores, tal como se gestan las aventuras en la imaginación infantil. Y me digo a mí misma: ¡cuánta falta nos hacen ángeles que sepan reparar las ilusiones rotas de muchos niños y niñas! Por eso, Señor, no dejes de enviarlos a tu viña, aunque sea para reparar bicis.