Observando me he dado cuenta de que bajo las representaciones de la Crucifixión —tanto escultóricas como pictóricas— suele aparecer un cráneo. A éste se le han dado muchas interpretaciones, como que Golgotha en griego significa “lugar del cráneo”; aunque muchos otros afirman que esa calavera pertenece a Adán. El primer hombre sería el que condenó a la humanidad al traer consigo el pecado y Jesús nos regala la salvación con su sacrificio, dando paso a un tiempo nuevo.

Precisamente este mensaje lo transmite Pablo en su Epístola a los romanos y de ésta, Francisco extrajo el lema del Jubileo: la esperanza, tan necesaria a la luz de los acontecimientos geopolíticos a los que ya nos hemos acostumbrado. 

Sin embargo, la esperanza es igualmente poderosa en lo personal. Francisco nos dio un testimonio de misericordia durante toda su vida hacia los demás y dejó claro que todos, todos, todos tienen sitio dentro de la Iglesia. Y paradójicamente, a veces, somos nosotros mismos, desesperanzados, quienes no nos sentimos dignos para pertenecer y seguir a Jesús. 

El papa Francisco nos enseñó que la falta de esperanza lleva al desprecio del sufrimiento, al victimismo, y finamente, a no encontrar ninguna salida. Pero la esperanza y la fe revelan que Dios nos espera en ese vacío donde nos creemos desligados de todo. Y es precisamente en el desierto donde nos llama al cambio, a no ser derrotados y a mirarnos con sus ojos, como inicio de algo mucho más grande. 

Resumir el legado Francisco es complicado, pero en su último año quiso que fuésemos como su Iglesia del Sábado Santo, mirando expectantes la cruz y viendo algo más que el cráneo a sus pies. Y él más que nadie entendió que Dios no vino para unos pocos preparados, sino que fue un regalo para todos los pecadores esperanzados.