Habrá quien no me entienda leyendo estas palabras, pero es que no dejé de sonreír desde que me llegó la noticia del fallecimiento del Papa Francisco.

Siento la pena, me duele la despedida, me entristece la pérdida. Sin embargo, hace años que cada vez que pienso en Francisco me brota espontáneamente la sonrisa en la cara. Su “alegría del Evangelio”, su cercanía fraterna, su corazón acogedor, su sencillez evangélica, incluso sus bromas cotidianas y su inteligente ironía me llevan a dibujar una mueca agradecida y amable.

No me ha pasado desapercibido -ni a mí ni probablemente a muchas personas, creyentes o no- que ha regresado a la casa del Padre un lunes de Pascua, cómo no siguiendo al Resucitado, y en un año jubilar en el que nos ha invitado -y lo sigue haciendo ahora- a ser “peregrinos de la esperanza”.

Se va Francisco de este mundo siendo una persona muy inspiradora. En su muerte, como en la de Jesús de Nazaret, no triunfa la oscuridad, no perdura la muerte. ¡Él ha resucitado y Francisco seguro que se habrá entregado a Jesús dándole un gran abrazo en el cielo!

La esperanza no defrauda (Spes non confundit, Romanos 5, 5) y la vida y el legado de este papa tampoco lo hacen.

Doy gracias a Dios por su vida y por su luz y tengo muy presentes también a todas las personas que sufren la vulnerabilidad, a quienes tanto Jesús como el Papa Francisco, escogieron como sus preferidas.

En uno de los cientos de mensajes e imágenes que me van llegando hoy a través del teléfono y de las redes sociales, un buen amigo musulmán, de origen senegalés, hablando en su nombre y en el de otras personas, me decía: “…Quisiera en estos momentos de duelos para muchos, compartir sentimientos de aceptación de la voluntad divina y trasladar nuestras condolencias al mundo. Como inmigrante le hemos visto cerca de nuestra causa alzando siempre nuestra dignidad humana. (…) Mis sinceros pésames al mundo de la Iglesia”.

¡Gracias, Francisco!

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